24 de noviembre
Opinión

Un canto de rancherías y calagualas

 La mente y el cuerpo son una sola voz cuando evocamos momentos vividos en cualquier lugar del mundo. Es la voz de la existencia expresando cosas, cosas del alma.

El mundo musical es diverso y tiene historia, tiene paisaje y tiene progreso como todo lo que nos hace feliz.
A su manera, la música en su figura natural se va transformando en voces distintas que van comentando las razones que no la dejaron ser lo que siempre fue: la expresión del hombre como ser emocional y contingente.

Pasaron muchas lunas en el calendario del tiempo provinciano, cuando hice un disfrute laboral por la desértica poesía bucólica del norte colombiano.

Eso dejó en mis letras la historia que hoy se cuenta sola en el mundo escondido de cantos y vaquerías entre los cardonales del río Rancherías y el desierto peninsular de la Guajira colombiana.

Allí en ese desierto la brisa es distinta.

Tiene historia, tiene cuentos y en sus aromas viaja esa choya irreverente de los pueblos marginados.

Su olor tiene bronca y decepción como el destino de sus montes, esos que son minas de riquezas en una tierra que cultiva hambre y sed.

Sus paisajes agrestes y repelentes, reviran al sol cuando un verso forastero intenta hablarle de amor y desencanto. Es el efecto amargo de tantas promesas incumplidas.

Su pueblo wayuu sabe de engaños y tragedia, la madre tierra y el honor mancillado de sus mujeres, fue un grito de guerra en un himno de valentía y venganza.

Todo ese rollo, mitad poesía y mitad realidad, fue la voz del paisaje que me dijo cosas cuando subí para llegar a la cuna de Leandro Diaz, y el paseo de Berta Caldera.

Al pisar los dominios del resguardo indígena «Zahino», en la vecindad del municipio de Barrancas, pude saborear el aroma que el orégano silvestre correteaba entre los chivos y el cascajo que se escondía entre la pringamoza y el polvillo del monte. Mi memoria hizo el recorrido grabando aquellos momentos vívidos mientras caminaba sin alucinar por el bordillo de la seca y caliente placa huella. Aquel cemento citadino se hizo forastero en el linaje de mi sangre Guajira cuando las cenizas volantes de las minas de carbón le dieron paso al grisú, éste en su naturaleza gaseosa, hizo explosión en todos mis sentimientos de provincia.

El grisú es un gas que puede encontrarse en las minas subterráneas de carbón, capaz de formar atmósferas explosivas.

Así fue la emoción que sentí cuando al llegar al sitio de trabajo, escuché un canto de lamento y superación en aquella vieja canción de Oscar Cormane llamada «Mi tierra y sus canciones», en donde el autor soñaba con un futuro mejor en aquel tiempo pasado en Lagunita, cuando en una sentida nostalgia dijo:

«Recuerdos de Lagunita
de Alto pino y de Fonseca…
allá comenzó mi vida»

Si porque allá en Fonseca también comenzó parte de mi vida, en la vida de mi abuelo Atanasio Brito.

En esa misma ruta yo viajaba con mis recuerdos, haciendo peaje en aquellos cantos de Leandro Díaz y Escalona, cuando mi tío Antonio María, «El Beato» Aponte en mi niñez, dejó la semilla plantada del árbol que florece en mi escondida poesía, allá por el cañahuate de Tina Cabas.

Esta vez mi profesión médica me había llevado montado en el corcel de la irrenunciable labor de entregar alivio a los años de la ancianidad wayuu. La ciencia me llevó hasta las montañas y desiertos del pueblo indígena, allá en las faldas de la sierra Nevada de Santa Marta, en donde la fama y la música pareciera que tiene un solo apellido, el Díaz.

Ese es el mismo apellido de Leandro, de Adaníes, el de los hermanos Zuleta Díaz, y el de Lucho, el muchacho que le hace goles a la fama con el talento de ser humilde y habilidoso.
Yo iba con el corazón contento y repleto de ganas por entrar en el mundo envejecido del pueblo wayuu, y así regresé.

Al caer la tarde, bajando por las distintas rancherías, vi la magia del canto vallenato trinando en los montes de Lagunita. Era una voz que cantaba en mi nostalgia el recuerdo de aquel cantor desaparecido llamado, Adaníes Amador Diaz Brito.

El color y las tonalidades de su voz fueron diferentes, aquellas melodías que salían de su garganta salían igual que el grisú que vive en la extraña brisa que baja de la sierra nevada, para quedarse ahogada en el cardón del monte. Toda su mágica melodía se hizo vecina y confidente de Alto Pino y Barrancas. En el pedigrí del difunto Adaníes también existe una coincidencia con mis apellidos maternos: El apellido Brito.

Ese apellido también tiene Sierra, y sus parajes en muchos cantos de Leandro Díaz, Luis Enrique Martínez y Carlos Huertas, también hicieron música y valentía en el viejo país musical Guajiro.

Esa comarca canta música vallenata con lenguaje español, pero con el sentimiento wayuu en la sierra de los Brito, vecina ancestral de la región de Zanja flaca, Hato Nuevo y Papayal.

Mi abuelo materno, me trajo en su sangre a estos montes que hicieron de mi linaje mitad Guajiro y mitad vallenato. Por eso cuando llegué al cemento rajado de las calles de Barrancas, la misma brisa caliente y extraña me llevó hasta los caminitos de mí querido Valledupar. Así Llegué con mi voz emparentada con el cantor de Lagunita sonando en mi memoria, en una tarde del 28 de septiembre de un mes que se va perdiendo en las goteras del año. Entrando a Valledupar fui inmovilizado en el monumento de La pilonera Mayor.

Fue el momento en que me quedé atrapado en un río de gente en la boca del monte del río Guatapurí. Era una romería de niños y adolescentes vestidos de azul, bailaban con el fundingue que el hijo del mismo Adaníes, Jorge Iván-El Churo Diaz-, había convocado. Escuchado su canto alegre, es fácil notar que el timbre de su voz es un calco de su papá, pero esa noche cantaba distinto, lo hacía con un Fuete en su voz, pisando y zapateando firme en el parque que hoy escribe la nueva historia musical del viejo país vallenato.

Es que en esa noche de septiembre comprendí para aceptar, que la música vallenata volvió a nacer en muchas voces que cantan sus vivencias con versos modernos y cadencia digital.

Valledupar sintió la presencia de un canto nuevo, en un río azul, con una bulla cantarina que vino sonando en el fuelle de un acordeón Sandiegano, acompasado en las habilidosas manos de Elías Mendoza y en una voz afinada con ecos de calagualas y la lluvia de Marquesote. Esa noche había llegado el éxito desde los montes de Urumita, para entregar una creciente musical en la olla del río que hizo famoso al vallenato más legendario.

Ya no hay más nada que decir, la música vallenata hoy está en manos de voces con un sentimiento joven y actualizado. La historia dirá que una noche del mes de septiembre en el año 2024 un muchacho guajiro conquistó la voluntad de niños y adolescentes en la región vallenata que más canta música universal. El pueblo habló y dijo que la retórica que tiene el paisaje bucólico del internet y de las redes sociales, tiene un nuevo dueño: El Churo Díaz.

Los que tuvimos un paisaje campesino de montes y sábanas en el canto de otros juglares, hoy abrazamos al vallenato que ya es adolescente, con voz cantora y melodía citadina.

Tenemos que aceptar, aquellos que todavía viajamos en el caballo del vallenato provinciano escuchando los cantos de vaquería y callejones, que esa música sigue viva en nuestro recuerdo porque es inmortal, porque los montes y desiertos del caribe colombiano, tienen voz y dinastía.

Este novedoso río musical es otro afluente que se suma al río más grande de todos los géneros musicales de Colombia, como es la música vallenata de provincia y de leyendas.

Y así la historia de mis letras en una nostalgia wayuu, bajó desde Lagunita y Alto pino, pasando por Urumita hasta llegar al templo del vallenato tradicional.

Así el Valledupar que canta poesías se trasnochó para escuchar un canto nuevo de rancherías y calagualas.

Bienvenido, Jorge Iván Diaz Lafaurie, el hijo de Adaníes Diaz Brito a su nueva casa en la leyenda del río Guatapurí.
Bueno, atecen el bolsillo que El Churo tiene un Fuete en su voz.

¡Suerte, Rey Guajiro …!

Por: Augusto Aponte Sierra
Valledupar septiembre 29 de 2024.

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