El papayo de Andrés Becerra
Me vi caminando por las mismas letras de José Antonio Murgas, al evocar la vida y elocuencia de Andrés Becerra Morón, una de las especies más luminosas en el «hall de la fama» de aquel jardín de mis nostalgias, como es San Diego de las Flores.
Del Dr. Murgas Aponte, quise tomar alguna de sus líneas para encabezar mi escritura, porque no es fácil describir a un personaje que mezclaba en fracciones de eternidad, el humor con la política, la amistad con la hermandad y la parranda con el trabajo.
Él supo trabajar y hacer bohemia sin ser irresponsable.
Él supo ser sarcástico sin ofender ni marginar, y mucho menos odiar.
Él supo hacer folclor sin saber cantar ni versear y el único instrumento que ejecutaba con maestría, era su vaso de whisky. Jamás se le derramó una sola gota de alegría ni entusiasmo. Sus canciones eran de aplausos por el amigo que esgrimía talento en difícil arte de hacer historia musical. Dormía en módicas cuotas de modorra después de largas y extenuantes jornadas de pernicia. Fue un maestro al momento de improvisar amistad y alcahuetería. Era rápido para interpretar el desencanto por un mal de amor, y los versos ajenos tenían que ser bien presentados cuando venían de un corazón enamorado. Jamás hizo poesía, pero acomodaba las letras con tal prolijidad y descreste que convencían al corazón más exigente cuando la ternura y la sinceridad le cantaba al amor y a todos sus alrededores.
Por eso todas las aristas que perfilaban su persona, quedaron impecablemente resumidas en la sapiencia del poeta y político Sandiegano José Antonio Murgas Aponte, cuando dijo: «Andrés Becerra Morón forjó y definió su vida con la creación literaria de la música, y también, con el arte redentor y el oficio. Y son tres sus sinfonías: Una la sueñera del bolero, otra el triunfalismo de la ranchera y la última, el teclado vegetal del acordeón».
Con esta corta semblanza, este personaje hizo motivos para que mi relato naciera en la costumbre que tiene mi memoria de cruzar nostalgias y sucesos del mismo calibre.
Con toda esa nostalgia en la pluma de mis recuerdos, quise revivir su ingenio temeroso de maltratar o herir por omisión la grandeza de Becerra Morón. Por eso busqué en mis nostalgias una voz que hiciera registro notarial de las históricas versiones de todos sus disparates. Entonces encontré la voz de otro Becerra, un descendiente en primer grado de consanguinidad. En mi ensoñación Sandiegana llegué hasta el quiosco de paja y folclor, que el ya desaparecido Jairo Becerra tenía en el patio de su casa, allá en San Diego de las Flores.
Todo este cruce de recuerdos con situaciones vividas en mi amistad con Jairo Becerra, nació cuando sentado en mi balcón Cañahuatero, noté que los bonsáis de papaya y Níspero, necesitaban una poda artística y un cambio de matera. Al cortar la primera rama, la espesa y blanca sabia del pequeño Níspero, me salpicó la nariz. De Luka mi pequeño Snauser aprendí a mirar con el olfato, cuando nos sentamos a mirar por las tardes el desgreñamiento arquitectónico que tiene el viejo barrio Cañahuate. El olor lechoso de la savia del pequeño Níspero, me trajo un recuerdo que con nostalgia saboreé en aquellas tardes de gozo y folclor en el patio de Jairo Becerra. Eran tardes hermosas y familiares, cuando Jairo nos mostraba con su voz cantadita y provinciana, las costumbres y ocurrencia de muchos personajes que visitaban aquel mítico quiosco. En ese patio había alcurnia y pedigrí criado en la provincia o en la universidad del folclor. Allí fueron contertulios personajes de la talla del Dr. Leonardo Maya Brujes, de Don Pepe Castro, y del siempre recordado Pinde García, entre otros. Bajo ese techo de paja y carreto, estaban los mejores cuentos de toda la bohemia vallenata, rodeados de muchos árboles frutales, entre ellos el más abundante era el Papayo, en menor cantidad, y el Níspero, el árbol que originó este relato Sandiegano.
Decía Jairo que su papá Andrés, bebía whisky como beber agua y la borrachera le duraba el tiempo que duraba cualquier fiesta patronal. Su alcoholemia era manifiesta en una jocosidad inteligente, lo que lo hizo ser un parrandero apetecido. En esa bohemia vallenata eran necesarios varios instrumentos: El acordeón, la caja, la guacharaca y el narrador de cuentos, que en esos tiempos nacían como verdolaga en aquella campiña del vallenato bucólico y tradicional.
Decía Jairo en la voz de mi memoria, que en una de esas frecuentes borracheras, su papá Andrés pidió que lo llevarán a su casa en Valledupar; en el camino el sueño lo venció durante todo el viaje desde San Diego hasta el barrio Cañahuate, pero llegando a la estación del antiguo Mercadito —hoy parque del viajero—
lo despertó una bulla de pitos y discursos que nacían de una fila ganaderos y productores de leche. La cola de gente se iniciaba en la antigua Cicolac (hoy, DPA).
La protesta tenía su origen en los bajos precios que la multinacional lechera ofrecía a los productores. Entonces Andrés le dijo al chófer: «Ve déjame aquí, que yo también tengo que protestar por el precio tan bajo que Cicolac quiere comprar el calambuco de leche”, y el chófer le respondió: “Bueno Andrés, ¿y que vaca tenei tú que ordeñá?” Y él, muy serio le dijo: “Pero bueno y tu no viste los palos de papayo y de Níspero que tiene Jairo en el patio…Os pué, tu estai es ciego…”
La risa se apoderó del carro y de la parranda. Ese día la pernicia también protestó en contra de la primera y única fábrica de leche en polvo de la región vallenata.
Estas anécdotas se pegaron en mis manos como la leche del Níspero. En ese momento mis vecinos ganaderos en la vereda de la calle 13 con carrera quinta, conversaban 30 años después sobre el paupérrimo precio de la misma leche que los tenían a punto de la quiebra.
Pensando en voz alta me dije:
—Bueno…yo no tengo esos problemas, porque tan solo ordeño un palito de Níspero y otro de papaya, además Clotilde y Francisca, las Tuquecas que tengo en unas cajetas del cuarto de servicio, solamente las tengo para cogerles cría—.
Los vecinos me oyeron y dijeron en coro: «Resucitó Andrés Becerra, el hombre que ordeñaba cien hectáreas de palos de papaya y quinientas Níspero, allá en San Diego».
Sin más que decir me tocó preguntar: —y, ¿cuál será el mejor vermífugo para desparasitar Tuquecas?—.
Uno de ellos me gritó: «el agua del inodoro».
Entonces sonriendo al lado de mis maticas, acaricié las hojas de mi pequeño Bonsái, como si le acariciara las orejas a un ternero de raza, y después me fui a darle las buenas noches a Clotilde y a Francisca, mis dos talentosas Tuquecas, hijas de aquella mítica soprano, orgullo de su especie Gekca, y del señor «Tura» de Armas. Ese reptil cantor, nacido en la cuna de más alcurnia de las letrinas del barrio El cerezo, fue el animal que mejor interpretó sus tristezas en aquellas noches de pandemia, en el mítico y prosopopéyico País vallenato.
Por: Augusto Aponte Sierra