La avenida del Rey
Hoy que ya camino por los años grises, mi relato emerge de la fusión que todo sentimiento antagónico le puede recostar a la esperanza y a la alegría.
Por eso escribo nostálgico, triste y con la esperanza renovada. Escribo soñando con un atardecer en el malecón del Río Guatapurí, cuando «El Rey del valle» ruja para que el canto de un chimila embruje sus aguas frías, para apaciguar el ímpetu de su corriente.
Hace muchos años cuando las noches eran más seguras que los días, sentados en los pretiles del barrio cañahuate, a una cuadra de la carrera cuarta, se podía disfrutar sin miedos, de toda la poesía que aún nos trae el amanecer, despierto en recuerdo del viejo Valledupar.
Desde allí, sentados en aquella calle entre los barrios cañahuate, La Guajira y El Cerezo, embriagados de juventud y aguardiente, escuchábamos al río Guatapurí bajar y pasar tranquilo por los aposentos de su rivera en la margen derecha. Su canto era el de su corriente despertando cañahuates, peruétanos, vito-ví, azulejos y cucaracheros. Él, con su voluminoso cause nunca pidió permiso a las piedras ni a sus cascajales para mojar sus blancos playones, y a toda su noble riqueza ancestral.
Eran épocas de abundancia, en donde los peces y conejos eran tan silvestres que hacían parte de las familias ribereñas.
Eran los tiempos gloriosos del «Rey del valle». Hoy que habito en el mismo barrio, el silencio del río me asusta y a la vez me entristece. Porque el Rey ya no ruge. Me duele tanto el llanto de su sequía, que había decidido no volver a mirarlo. Pero ese río en las madrugadas me habla con su aroma, me dice que pregunte por la fragancia ausente en los limones, en aquellos heliotropos y jazmines que se mueren en la podredumbre de sus basurales, edificando pestilencias en las cuencas de sus desgracias. Esa es la estampa que se vende allá en los dominios del hampa y de la droga, en el reinado del barrio marginal llamado la Macarena.
Pero la valentía en los recuerdos me dice que mis sueños nunca serán vencidos, si nunca dejo de sentir la misma nostalgia, cuando desde el puente «Hurtado», pasando por el pozo de los caballos, mis esperanzas las embarque en un «neumático inflado» para recorrer toda la comuna, navegando por el viejo río de este Valledupar que indolente hoy ve morir en su cuenca la historia ambiental en una sequía que baja con el llanto de los humedales. Allá en la sierra se muere el amor por la tierra con las socolas y el insensato desagüe de las acequias.
Pero toda mi nostalgia se queda en el atolladero que fueron los arenales en la fértil «Canoa», y que hoy es tierra de ensoñaciones y de pobreza ambiental.
Que vaina tan hermosamente triste.
Porque la indolencia de sus vecinos nace en la dádiva de una vivienda indigna, en la riqueza de su apatía y en la solemnidad de una miseria consentida.
Allá en la margen derecha, el futuro nació muerto para cientos de niños que la inocencia les oculta esta cruel verdad.
Allá en esos recovecos, buscar culpables es más fácil que ayudar al río.
Por eso el rey del valle tiene muchas voces.
Unas de poesía y otras de ciencia estática. Para muchos ambientalistas el río agoniza en su propia realidad. Y en esa verdad sin gestión ni salvación, viaja su legado inmortal. Esa es una realidad que expresa un oxímoron que le da vida a su muerte lenta.
Porque la música vallenata en su poesía hace el milagro de su inmortalidad.
Así, la memoria histórica y cultural de sus aguas, crece al compás de una sequía que atropella su cauce.
La lógica de su inmortalidad, se decanta en la frágil defensión de su natural paisaje.
Pero la esperanza es la bitácora que guía los sueños para que sean realidades, y ver muchas realidades en otras sonrisas, nos inspiran para buscar nuestra propia felicidad.
Las comparaciones muchas veces no son justas, ni adecuadas, cuando se trata de comparar desgracias con éxitos, pero este 31 de diciembre que pasó, mientras veía a muchos amigos Barranquilleros, festejando en el malecón del río Magdalena, con el adiós del 2023, yo, desde el malecón de mi vivienda cañahuatera, tuve que hacer una agridulce comparación. Sucedió mientras miraba el amanecer que se asomaba entre mangos y marañones del patio de la señora Emilia Córdoba y del señor Chebo Palacios. Allí me quedé esperando una vez más, el saludo del rio, y esa noche como muchas, desde hace más de 20 años, el Guatapurí se escuchó silencioso, porque viajaba con la vergüenza del dolor ajeno.
Y, sí, el «rey del valle» está triste, está mudo porque allá en la margen derecha, murió su glorioso pasado. Pero este fin del 2023, igual que hace 5 años, cuando escribí el primer grito de dolor por la muerte del Guatapurí, vi la solución para el desastre del río, al que la lengua chimila bautizo con el nombre de «Aguas frías». Es que fue inevitable comparar el amor de Barranquilla por su río, con la desidia y el hiriente olvido de los vallenatos, por su mayor riqueza hídrica y cultural. En aquella madrugada del último día del año 2019, comprendí que la vía que llevó a los barranquilleros a contemplar al Magdalena, fue construir «La avenida al río», entonces me pregunté: ajá… ¿y acá por qué no?
Entonces, hoy nuevamente he vuelto a soñar con las imágenes del ayer, las que deben ser argumento y agenda para reconstruir al paraíso más icónico que tiene nuestra leyenda, como país agrícola y musical.
Hoy retomo la pluma constructiva de esperanzas al sentir la suavidad en una brisa con aromas nuevos, al escuchar que fue aprobada la construcción por los nuevos gobiernos departamental y municipal, de la avenida al río Guatapurí, del moribundo Rey de valle.
Esperamos también que, con esta avenida, se reconstruya la vida histórica, musical y ecológica del río.
Felicitaciones río Guatapurí, por tu nuevo parque, por tu festival y por tu avenida.
Bueno, pero me es imposible festejar sin sentir un dejo de tristeza, porque, como dijo Heráclito:
«Ningún hombre pisa dos veces el mismo rio, porque no es el mismo río y él no es el mismo hombre»
Por: Augusto Aponte Sierra
Valledupar enero 18 del 2024