23 de noviembre
Opinión

La estatua de Tomás Alfonso

Por: Augusto Aponte Sierra.

Dicen que las estatuas son el homenaje que el talento de un artista le da a un personaje, a un lugar y a muchos sucesos que marcan la versión histórica de la vida humana y del mundo que lo rodea.
En una definición más acartonada, «la escultura es mucho más que eso, porque trasmite ideas, sensaciones, historias, recuerdos, nos hace pensar evocando sentimientos. Que además nos permite conectar a nuestro interior para sentir, escuchar y conocer nuestras emociones».

La neurociencia nos explica la forma como “el cerebro percibe una imagen para que nuestra cognición pueda darle características y sentido, generando comprensión, emotividad y una interpretación de ella”.

De todo esto me agarré cuando llegué trastabillando con el canto de un vitoví, hasta el monumento que Valledupar construye en homenaje a la vida musical de Tomas Alfonso «Poncho Zuleta», allá en los sardineles del Río Guatapurí.

Mirando a la incipiente obra, en donde todavía no aposentaba la estatua de Tomas Alfonso, sentí que mi pensamiento no tenía nada que contar, porque su descomunal fama, en el universo musical vallenato, ya lo había dicho todo. Entonces atado a lo que la neurociencia dice, entendí que aquel monumento dibujado en mi mente, me podía decir algo que tal vez el mundo de carne y hueso, aun no conocía del famoso músico.

Luego comencé a hojear página por página, la vida y obra del juglar más grande que ha dado el canto vallenato en la expresión más lírica del criollismo provinciano. También miré en la ruta de su andar por la vida y vi la maestría con la que su alma ejecuta el incalculable talento del ser buena gente. La estatua estará de cara al monte que acompaña al rio Guatapurí allá en la carrera 4 con calle 12, en la misma rivera que hace parte del barrio a donde «No va Lito». En el instante que mis ojos se posaron en los surcos y niveles de cemento que adornaran la inmortalidad del cantor villanuevero, me llegó la melodía y letra de dos canciones que fueron himnos de mi fugaz bohemia escolar.

Posesionado en el mismo lugar de la estatua, mirando el monte del río, sonaron en mi recuerdo la música y letra de «Río crecido» y del «Humanitario», invenciones poéticas y musicales de Julio Fontalvo Caro y Calixto Ochoa, respectivamente.

La primera obra de Fontalvo en la magistral voz de Zuleta, habla del rio. Así, como yo, que cada madrugada en el silencio de mis buenos días, escucho a través de sus versos las aguas de ese río Guatapurí, que cantan sin voz y hablan sin lengua, porque en la palabra de su poético andar se escucha la sabiduría de la naturaleza. Ellas hablan todos los días en la paradoja de un silencioso pero elocuente amanecer.

Y la segunda canción hablaba de muchas cosas de Calixto y mías también.

Quise escucharlas, pero mi sensibilidad temerosa en su dolor, prefirió hacer silencio y escuchar a negro Cali diciendo:

«yo no puedo imaginarme cual es el motivo, del porqué necias personas dicen que soy malo» Entonces comprendí el llanto de una decepción aplaudiendo el canto del juglar Valenciano.

Pero yo seguía mirando a la corpulenta figura que se proyectaba en mi mente, debajo de dos árboles de mango florecidos. Entonces escuché cuando también me habló sobre el extraordinario talento que tiene Tomas para degustar los manjares de la cocina campesina y de la guerra que le declaró a la salchipapa. Entonces me dije que el pedestal de su monumento, debería ser un anafre o una olla de sancocho.

Así con el sabor a chivo guisado en mi memoria, vi todo el anafre de la obra musical de Poncho.

Pero aquella imagen en mi voz metafórica, también señaló la sonrisa de un ser que marcó los primeros pasos de mi vida profesional, como fue Carmen Díaz, la mamá de Poncho y Emilianito. Ella se asomó en mi vida de clínicas y consultorios, con la tragedia de una enfermedad grave, llegó en compañía de «Emiliano Alcides», como decía ella.

Tomas Alfonso heredó de Carmen, el talento de la espontaneidad, la picardía de sus palabras, la jocosidad que lo muestra como un juglar que canta, baila y cuenta anécdotas en cualquier escenario del «mamagallismo provinciano». Ese fue el legado que Carmen Díaz le dejó a Poncho Zuleta, además de su sonrisa y la habilidad para sumar y el de no saber ni restar, ni dividir.

Carmen en la sabrosura de su voz, sabía mezclar con su orgullo, las dolencias del cuerpo con los dolores del alma, para darle más valor a la superación de sus hijos músicos, y profesionales.

Entre el canto de Poncho y la sonrisa de Carmen Diaz, vi los platanales y cafetales del cerro Pintao en la Villanueva de mi sangre tirapiedra. Allá saludé a mi abuela Antonia Juana Sierra y a Amanda Inés, la mujer que me trajo al mundo. Con mi memoria las miré sentadas en el barrio del Cafetal…entre el calor de sus pedregales y el barro de sus años difíciles. Así pasaron millones de segundos abrazadas con la tarde del pueblo que las vio nacer.

También, más abajo, vi el pedestal artístico de Tomas Alfonso. Allí sentado en un banco de versos y canciones, estaba Emilianito Zuleta Díaz, el acordeón con más melodías y versos que llevó a su canto parrandero desde la sierra villanuevera, hasta fría universidad Bogotana, cuando apenas era un estudiante sin fama.

Yo seguía convencido de que todo lo dicho por aquella estatua, ya estaba escrito en el Macondo de su vida y en las letras de su cantada poesía. Toda su historia musical ya estaba esculpida con la fuerza de un pulmón de oro, el mismo don que le dio voz al corazón más querendón de todo el país vallenato y pueblos circunvecinos.

Entonces de frente y sincero, ante aquel incipiente escenario, me convencí de que la misión que tienen las estatuas, es inmensa, y que nos regalan el poder de elaborar cualquier monumento con las proporciones que nos llegue a la imaginación. Sí, porque todos somos escultores de nuestras emociones, y con ellas movemos el cincel poético de nuestra nostalgia, para moldear y diseñar el monumento de nuestra vida…así como esa estatua de Zuleta, que sin estar montada en el pedestal de su plazoleta en la avenida del río Guatapurí, yo le fui esculpiendo en la mole de su semblanza, todos mis recuerdos a imagen y semejanza, de mis añorantes gustos musicales.

En mi escultora fantasía, le puse la cara de un corazón martirizado sonriendo en la choya de un resentimiento, la indiferencia de Rosalbita haciendo sufrir al pincel del amor de Álvaro Cabas Pumarejo, la lengua de Carmen Díaz, y para terminar mi obra, le dibujé un cielo cargado de nubes, posado en su cabeza mojada por una Mañanita de invierno villanuevero. Luego mire sus pies descalzos y estaban enchumbados por las aguas rebeldes de La creciente del río Cesar.

De regreso a mi morada Cañahuatera, caminando por los zaguanes de la carrera cuarta, escuché un disco a Marily y vi volar a un Cóndor legendario bañándose en la luz perpetua de una Luna Sanjuanera.

Entonces le agradecí a la Estatua de Zuleta por sus enseñanzas, porque esa mañana aprendí mirando su ausencia, que 100 años de bohemia se viven en un segundo y que cada quien hace la escultura de su propio destino.

También le agradecí por el monumento que su estatua les hizo a mis recuerdos ancestrales, allá en el pueblo que lo hizo paisano de mi historia materna.

Ojalá que el mundo en su nueva versión, pudiese hacer un monumento a la paz, sin el odio en su pedestal y con las Mañanitas invernales de Zuleta en su corazón, para vivir haciéndole el amor a la vida, sin revanchas ni resentimientos.

Feliz semana.

Nota: ésta es una fracción adaptada de mi libro Las rutas de Nostalgia, para El País vallenato, en cumplimiento de las normas del derecho de autor.

Valledupar diciembre 4 de 2022

2 comentarios en «La estatua de Tomás Alfonso»

  • Excelente crónica, lo que más me llama la atención de esta pluma, es la cantidad de metáforas utilizadas en su contenido. Además el lo escrito allí, son realidades adornadas con una exóticas fantasía

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