23 de noviembre
Opinión

Una Nostalgia azul

Por: Augusto Aponte Sierra.

Así les dije a mis hijos cuando abrí la puerta de mi casa y salí dispuesto a iniciar otra aventura más: «Me voy de viaje, nos vemos más tarde».
Desde lejos mi hijo menor preguntó:

¿Y las maletas?

apontMirándolo con una sonrisa en mi corazón le respondí: «No se olvidaron, para donde voy, no las necesito, allá me dan todo el equipaje y algo más. Voy para el centro histórico vallenato».
Él también sonrió y me dijo: «Ten mucho cuidado, que hay ladrones por todas partes». Sus palabras cobraron valor muchas horas después, cuando mis añoranzas fueron saqueadas por la magia de una nostalgia azul.

Luego le dije adiós a mis hijos besando sus cabezas, agarré diez padres nuestros, veinte Ave Marías y me armé de valor, rezándole a todas las ánimas del purgatorio para que sus palabras no tuviesen poder.

Envalentonado, llegué al Callejón de la Purrututú, saludé como de costumbre a Ito y a Cayo, los nietos de Encarnación Viña (La Purrututú), crucé la carrera séptima pasando por la casa de Borrego y Tina Cabas. El viejo teatro Cesar, seguía abandonado en sus paredes llenas de recuerdos, sus ruinas saludaban al transeúnte con un bullicioso silencio, que guarda sin temor toda su historia de cine y amores escondidos. Fue imposible no sentir al Panita Baute reír y charlar con los feligreses que madrugaban a lavar sus pecados en «la iglesia del obispo». Pero la lluvia amagaba con llegar y el resfriado que había hecho estragos en mi garganta, azuzando mis pasos acabó con la rutina de este viajero, por el mundo de sus nostalgias.

Regrese a mi casa pasada la media hora y mis hijos sonriendo dijeron en coro: “¡Mejoñe, ese fue mucho viaje corto!”

Entonces con una aromática de toronjil en mi garganta me recosté en una silla Momposina, en la soledad de mi balcón cañahuatero. Allí comencé a sacar el contenido de mi equipaje, el que fue guardado en mi accidentado safari por las selvas del centro histórico vallenato.

Saque a la bestia del taxi, el que casi acaba con mi existencia cuando invadió la zona peatonal en la que yo estaba inventariando recuerdos. También saqué a la fiera del vendedor ambulante que se enojó porque no le compré sus mangos biches y asoleados. Y allá en el fondo de aquella añorante maleta, mojada en su propio llanto, estaba la guitarra de Hugues Martínez Sarmiento.

Su historia miraba los ojos apagados y sin brillo de Carlitos Espeleta, cuando su risa se iba cayendo a pedazos en el mural de la Shanghái, en la paredilla de José Añez, parada sobre el corazón de la carrera sexta, la misma que hace esquina en el callejón de mi infancia. Miré la noche que bostezaba en el barrio mientras se acurrucaba en la monotonía de aquel domingo. La interminable garúa seguía mojando y acomodando en mis huesos las ganas de encobijar mi cansancio.

Siempre he pensado que el insomnio muchas veces es el espacio que el subconsciente tiene para charlar con la conciencia. Esa noche fue placentero tenerlo de visita. La madrugada también se sumó al encanto de aquella nostalgia, mostrándome la luna que en su luz iluminaba aquella bohemia trasnochada.

Era una luna azul. Una vez escuché decir que ese nombre se le daba a la segunda luna llena ocurrida durante el mismo mes del calendario gregoriano, un fenómeno universal que solo ocurre cada dos años y seis meses.

Entonces hice el clásico maridaje de las noches solitarias: música romántica con los recuerdos de aquellas parrandas en las que ya no cantan guitarras amoreras. Así, en la discotienda de mis recuerdos, busqué la música que atemperan euforias y nos arrullan con viejos romances de un pasado que ya nadie recuerda. Yo siempre he dicho que las casualidades traen sorpresas, y mientras deambulaba en la búsqueda de esos cantos que nos atornillan los recuerdos, encontré la voz de José Darío Martínez.

Si, encontré a «Chabuco», el hijo de Hugues Martínez.

Entonces las dulces casualidades hicieron su trabajo, y atesoré el gusto para el antojo, y apareció «Un bolero Azul», una canción del cubano Jorge Luis Piloto. Pero antes de escucharlo quise ubicarme en la topografía de la voz que cantaba aquel hermoso bolero. Se trata de Chabuco. Él es hijo del pariente Hugues, la guitarra más romántica y tradicional que todos los rincones musicales del Magdalena grande y la provincia de Padilla, hayan escuchado.

Sin misterios ni polémicas, las cuerdas sonoras de Hugues Martínez hicieron historia en la musicalización de esta comarca, que en aquellos tiempos lloraba con boleros y reía con vallenatos. La voz de su guitarra con el mensaje de sus cantos, abrieron muchos corazones y aflojaron todos los nudos en amores complicados, esos que se dieron escondidos entre materas y jardines, en aquellos patios del barroco vallenato.

La melancolía fue la garantía que dejó en remojo toda mi sensibilidad, y así me embarqué en las delicias de una voz nueva, fresca y diferente. La voz de Chabuco avizora en su timbre, la cadencia y el color de las palmeras pintadas de amor, cuando tumbadas por una brisa de bachata y ron, cantan secretos y romances en el Caribe musical. Sí, porque nada que ver con esa melodía de cumbres y paisajes Atanqueros que canta en su pedigrí, para darle cadencia al tumbao que él les soba a sus armónicas fusiones. Escuchándolo nadie alberga la más mínima sospecha, de que su sangre folclórica, brota libre y espontánea, en las indígenas montañas del mundo vallenato.

El kankuamo cantor, «Chabuco», inició su canto diciendo:

«Un bolero azul, que no sea tan común… infinito como el mar, entregado para amar…
como cada noche tú».

Y sí, amigos, esa voz tenía razón, éste no es un bolero común. Porque es azul, como mi color favorito, como el manto del cielo valduparense, como las profundidades del mar samario, y como el color del Kínder Los Ángeles, las primeras aulas de mi niñez, que están en la misma casa donde sin saberlo, a sus 83 años, murió Hughes Martínez, el papá de José Darío.

La noche llegó y Chabuco, cantaba, pero yo estaba metido en los sentimientos de aquel bolero, y no escuchaba su voz, porque mi romance con la música me hizo volar lejos, muy lejos, hasta los brazos de una sensibilidad nunca sentida, con una emoción tan rejuvenecida, que todas mis lágrimas aplaudieron a ese nuevo sentimiento. En un instante de lucidez su voz me gritó desde la suavidad de aquellos versos, y me decía:

«Un bolero azul transparente emocional…

Ideal para soñar, que nos llene a plenitud…

Un bolero suave que nos cante en el oído y que penetre hasta quemar el corazón»

Entonces vi en la claridad que da la paz, esa sensación que nos da seguridad para conocer todas las verdades del amor, cuando Chabuco dijo:
«Un bolero para repetirlo y repetirlo…

y que le ponga color a nuestro amor a media luz…”

En ese momento mi piel cantaba, mi voz lloraba y mi corazón aplaudía con la pasión de un hombre amanecido que canta y solloza de emoción.

En un mágico instante, el pétalo de una Trinitaria, mojada en la fluidez de aquel canto, voló y cayó en mis manos abiertas para la brisa. Ahí supe que ese bolero lo escucharon todos mis amores terrenales.

Entonces le robé los aplausos a mi alma desnuda, y ese balcón cañahuatero, que escuchó tantas emociones por el canto vallenato supo que había otra música que también me ponía a temblar y a cantar con mis recuerdos.

Pero su corto e inmenso canto yo lo finalicé para dormir con la frase justa que dije imitando la voz de Chabuco Martínez:

Es un bolero azul, que ya nunca dejará de sonar y sonar, que me invitará a bailar en el firmamento sin estrellas… como si me besaran todos mis amores imposibles.

Así supe ese lunes y todos los días de mi vida, que existe un bolero azul, para mi nostalgia azul.

Nota:
Esta es una fracción adaptada de mi libro
Las rutas de Nostalgia (para cumplir con las normas de derecho de autor).

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