28 de noviembre
General

La venganza

Por: Augusto Aponte Sierra

El invierno volvió a su rutina.
Y había llovido en la tarde del pueblo.

En las soledades musicales de sus manjoles, mi barrio nadaba entre la basura que fue abandonada allá en la inconciencia del hombre insensato.

La noche llegó pesada. En sus penumbras, el atardecer corría buscando un mejor horizonte. La llovizna dejó el bochorno que se fue alejando entre las polleras de la sierra Nevada. En su vuelo oscuro, nos arropó con la estela llorosa de un calor pegajoso.

Los relámpagos revivían los versos de Escalona. Allá en lontananza se veían como velas que se apagan, encrespando el paisaje tenebroso de la serranía del Perijá. Era una de esas noches en que los huesos sabían de llantos y dolor, por el reumatismo agreste de una hipocondría colectiva. Mientras tanto yo pensaba en el reinado impune y oscuro, que, en las cañadas de las alcantarillas, tenían los mosquitos. La electricidad en un espectro sin luz, hizo lo suyo en aquella noche que presagiaba una venganza. El pueblo en la oscuridad de sus miedos quedó atrapado en la fantasía de muchas tertulias trasnochadas.

En las noches anteriores, yo había cometido varias masacres en las filas del brazo armado de los mosquitos: los siempre rebeldes y agresivos zancudos.

Aburrido de sus ataques y fechorías, les declaré la guerra. Todas las noches del último invierno en el pasado mes de julio, me armé de valor y sin mirar las normas de convivencia, para una paz duradera, me armé de chancletas, trapos, y hasta de un rezo arahuaco, que me enseñó un compadre de sacramento. Él es un «mamo citadino» sin poporos ni camionetas, que predica, pero no ejerce su discurso, porque dice y regala oraciones para exorcizar demonios ajenos, de esos que transitan entre el bien y el mal. Pero él lleva en el lóbulo izquierdo de su alma sufrida, los demonios de mil amores lastimeros. Mi viejo amigo, esta vez me regaló una oración de sus antepasados, para expulsar el alma del Conde Drácula de tan belicosa pandilla de chupasangres.

En aquella noche, amoblada con el escenario de este relato, yo tomé la decisión indeclinable de no dormir, y de ser necesario, continuar toda la mañana en mi lucha antimosquitos. Embravecido y sin medir los riesgos, tiré mi grito de batalla en el silencio de aquella madriguera en que se había convertido mi caluroso y oscuro hogar. Busqué entre las cajetas, albercas, sumideros, jarrones, escaparates, zapatos, botellas y hasta en las muelas de Luca, mi mascota. En cada uno de esos lugares ellos habían construido cambuches y tugurios, hasta un ostentoso castillo de cartón y botellas.
Luca fue el único ser valiente, que defendió la integridad de su territorio corporal. Los demás fueron cobardes y hasta cómplices de aquella pandilla desalmada. El zumbido en sus alas parecía helicópteros de mil turbinas. El calor hizo que los ventanales espernancados de par en par nos llevaran a bajar la guardia en aquella noche de sangre y prurito.

En la hora 24 de aquel día, la noche se estacionó en el momento del preludio, para que el comando del terror iniciara su brutal venganza. Los mosquitos entraron por aire, sifones y escaparates. No pude gritar por temor a que mi lengua fuese descuartizada. Salí corriendo a esconderme en el baño de mis hijos. Pero la emboscada estaba bien planeada. Allí detrás de la puerta, me estaba esperando el que después supe, era su comandante. Veloz y sin temblarle la mano, me puso una aguja en el cuello, apuntando directamente a mi yugular. Sentí pánico y en fracciones de segundos, hice mi testamento sin borrón ni enmendaduras…

Siempre fue fácil hacer un testamento, cuando eres pobre y sin herencia que dejar. El puntazo de su afilado puñal en mi garganta hizo trizas mi valentía y tartamudeando le dije: -«amigo tranquilo, cálmese… mire que todavía tengo un hijo pequeño, al que le haré mucha falta». Yo no entendí su respuesta, porque el ventilador de sus alas en altísima velocidad, rugían y soplaban, doblando mis corvas. El sudor corría entre mis piernas, y confundido pensé lo peor: -«me oriné, o mis intestinos se aflojaron.» Luego tragué saliva ochocientas veces, pero nada, mi lengua y mi boca parecían la de un loro a las 12 del mediodía en las calles de Bosconia: íngrima y seca.

Entonces me acordé del «rezo» de mi compadre «casi-mamo», y desde lo más profundo de mis mojados calzoncillos, le dije: ¡Hagamos un pacto!

El comandante zancudo, frenó sus alas y en el oído me dijo:

¡Habla y te salvas. Paraquito!

Entonces ya no tuve dudas cuando dije para mis adentros: -Éste es del frente «zapato en mano» del bloque norte que opera en el barrio Las flores, éste es amigo íntimo del comandante “Chikunguña». Más tranquilo le dije suavemente: -«El pacto es el siguiente: si tú me dejas vivir tranquilo con mi familia, yo te entrego la mejor sangre de la región». El comandante zancudo me miró a los ojos, y babeante me dijo: «ya nos vamos entendiendo… Acepto. Pero con una condición: déjame dormir aquí, y te dejamos vivir. Tú sabes, nosotros trabajamos mejor de noche». Luego, sonriendo socarronamente me preguntó: ¿y de quien es la sangre que me ofreces? Sin dudarlo le dije con frialdad: – «La del cachaco de la esquina». El comandante me miró sorprendido y susurró: ¿y ese no es amigo tuyo? Porque hasta beben cerveza juntos»-. Entonces más tranquilo, con mi problema resuelto, me dije: «voy a matar dos pájaros de una sola pedrada».

Es que yo tenía una rasquiñita y una espinita atravesada con el cachaco, porque siempre que ganaba su equipo «El Nacional de Medellín» o que Poncho Zuleta lo saludaba en un CD, amanecía lanzando cohetes y cantando vallenatos, sin dejar dormir a la vecindad.

Entonces le dije para endulzar el veneno de mi venganza: » El cachaco es godo chulavita y amigo de Poncho Zuleta, que también es otro godaso, como verás, te doy dos por uno, y de sangre azul, así que siempre sales ganando».

El comandante zancudo, sonrió al momento que retiraba su inmenso aguijón de mi yugular.

Estiró sus alas y alzó el pulgar tres veces, en señal de que aprobaba el pacto que hoy es historia, en el escenario de una prosopopeya violenta y desalmada.

Al día siguiente, madrugué para visitar al amigo y propietario de la tienda más famosa del barrio. Después de darle un » tembloroso saludo», al mejor estilo de Judas Iscariote, le dije: «Ombe amigo mío, hoy amanecí pensándolo mucho, porque la noche anterior, me dormí muy preocupado por una visita que tuve».

Pero la conciencia me tenía agarrado por los testículos, y casi arrodillado terminé contándole la verdad. Le dije lo muy arrepentido que estaba por tan maquiavélico plan en contra suya y de Zuleta.
Entonces le confesé todo. Él, como buen estratega en cosas del perdón y conveniencias, esponjado y carraspeando una serrana humildad, me susurró: «Esta bien vecino, lo entiendo». Pero su buen corazón también lo condenó, y verborizando un gesto muy señorial, cuál político en vías de canonización, completó su proclama diciendo:

«Tranquilo vecino, esta noche los espero en acuartelamiento cerrado, ahí tengo un galón de insecticida en una bomba fumigadora, de esas que usaba Poncho Zuleta para rociar whisky en sus parrandas, cuando los gorreros se dormían, allá en su finca de Astrea y Chimichagua. Luego con voz baja y silbante me susurro: «dicen que esa ciénaga es la capital mundial del zancudo».
Con la conciencia más tranquila, le acepté una cerveza, para cerrar comillas en aquella calurosa mañana.

Pasaron tres noches de paz y tranquilidad, sin saber del poderoso alcance de mi fría venganza, hasta que «El Cachaco de la esquina», entre requiebros llamó para decirme: «vecino, anoche hubo un ataque brutal en Chimichagua, los zancudos se tomaron al pueblo, tienen a Poncho Zuleta secuestrado en su finca de Astrea y piden que yo me entregue al comandante Zancudo, acá en Valledupar, y que usted sabe en donde vive».

Un fresquito caliente paralizó mis cuerdas vocales y gemí para mis adentros: «Ahora si se fregó Zuleta». Luego con la rapidez de un rayo, pensé y le dije temblando: «oiga propónganle un pacto, a ellos les encanta la sangre azul». El cachaco me respondió con una pregunta: ¿y, en donde la consigo?

Entonces le di la dirección de mi compadre, el casi-mamo, el del famoso rezo, que vive una cuadra antes de llegar Nabuzimaque; allá en donde nació el sol, sin nomenclatura en el pico más alto de la sierra Nevada de Santa Marta.

En estos momentos que cierro mis letras, estoy rezando para que mi compadrito, el casi-mamo, les proponga un pacto para historia de las desmovilizaciones entomológicas de un país llamado «Mosquitalia».

Hoy duermo más tranquilo, confiando en el verbo conciliador de mi compadre, mientras escucho dos hermosas canciones: una de Emilianito Zuleta llamada «La sangre llama» y otra del maestro José Benito Barros Palomino, llamada «La Piragua», como para nadar más tranquilo en el rio de mis culpas.

Valledupar septiembre de 2022

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