Volteando Arepas
Por: Augusto Aponte Sierra
En invierno las tardes vallenatas suelen ser grises, y a veces el viento fresco que baja de los cerros, nos ilusiona con un clima serrano. Por las noches, los aguaceros se despiden con rayos y truenos, mojando los sueños de un pueblo caliente. En las madrugadas la lluvia indecisa se va quedando en una solapada y pertinaz garúa. Al despertar el día, el rocío en la paja de los montes, va empapando antojos para renovar apetitos en el paladar de mentes transgresoras.
El primer sábado del mes de julio, con un bostezo confundido entre la pingarria del paisaje y el olor a tierra mojada, entró la certeza en mi estómago, de cuál sería la ruta gastronómica para esa tarde invernal. El plan que mi descanso sabatino, tenía preparado en el pueblo de los Santos Reyes; estaba en el maridaje de una tarde fresca, con mis gustos pueblerinos.
El manjar más apetecido en esos parajes de tripas y bostezos, la arepa de queso y todo lo que en una parrilla hace historia con el olor a humo y a carbón de leña, fue el antojo que publicó mi estómago.
En mi memoria corté y descuarticé muchas arepas pinduchas de queso y carne. Luego, ansioso y desesperado, me imaginé el sorbo de un peto bien caliente, que mis ansiosos labios soplaron en una evocación real y placentera. Fue tanta la realidad de aquella imaginación, que sentí al peto quemando mis labios… Entonces, adolorido, solté un madrazo tan agreste, que el santo eccehomo en su cruz se persignó. – «Luca» mi pequeño snauser, antojado desde un charco de baba, también corrió asustado. Es que, quien no se haya quemado con un pocillo de peto caliente, no es vallenato ni lo bailaron chiquito.
El viaje en busca de mis invernales antojos, se inició por la carretera que cruza el Rio Cesar por el puente Salguero.
El tropel del hambre en mi mente, saltaba de plato en plato, con imágenes que acrecentaban mi apetito. Una voz en mi estómago me decía: «Como no existe placer sin buena compañía, la primera arepa que probemos debe estar aguaíta… Que el queso se le caiga como chicle, y la segunda arepa debe tener la concha dura y crujiente pa’ mojarla en café con jengibre, y la tercera arepa, debe estar bien organizada, que el queso tapice la concha para que la masa se moje con el relleno de carne molida». Mi boca golosa y solidaria, en su comentario también dijo: -«Después le recostamos la grata compañía de una caribañola con vinagre criollo, y para finalizar nos sentamos a escuchar una canción de Leandro Díaz llamada «Tres Guitarras». Así esperamos cantando, a que el Peto se atempere con la suavidad del queso derretido en el sabor a canela, y en los granos de maíz.
Para cerrar los bostezos en aquel poema de hambre, el viento que por las tardes baja de la sierra de Medialuna, me trajo un sabor a plátano verde asado bien pangaíto con queso rallao encondió entre sus grietas. Entonces le dije al bololó de mi barriga: «vea, a eso le luce es un vaso con agua de panela bien helada, pringada con zumo de limón, ese amarillo y cimarrón que se usa en los velorios, para dar pésame a un muerto sin doliente.
A estas alturas, ya no había dudas: la bitácora del viaje y su manjar, estaban en la mejor parrilla de arepas y empanadas que existe en toda la región, como es San Diego de las Flores.
La brisa de la tarde desde la serranía de los Motilones, me trajo ese canto de Gustavo Gutiérrez Cabello, que dice:
«San Diego es un pueblo hermoso, colmado de bendiciones» Entonces brinqué para terminar gritando: y de arepas también..!
En el corto viaje hacia esa población, mi apetito pasó la prueba más compleja, al respirar el pestilente aroma de la curva del Salguero. En ese paraje, el viento y la lluvia pasan escondidos entre los árboles de eucaliptos, para no llevarse aquel desagradable aroma. Llegando al municipio de Robles, «La paz» llegó a mis narices con el dulce aroma de una almojábana, que un vendedor empapado en agua y sudor me ofreció en el filo de aquella tarde.
Seguí avanzando con mi hambre acuestas, y llegando al puente del río Chiriamo, mis antojos fueron tomando un sabor a familia y a recuerdos decembrinos.
Pero la vida siempre tiene los planes escritos en el lugar y en el momento que a ella se le antoja. Yo llegué a San Diego buscando arepas pero conseguí muchos abrazos y el recuerdo vivencial de aquellos personajes, que hicieron historia en mi familia Sandiegana. Y, que al final, terminé escuchando para degustar, la volteada de una arepa más sabrosa, como es la arepa del humor político. Todo esto sucedió cuando la vendedora de las benditas arepas, con mucha ironía y reconcoma, comparaba su negocio y ocupación, con la actualidad política colombiana.
Entonces terminó contando el suceso más famoso y docente, que yo había escuchado, desde el día que pisé la casa de mis ancestros, en aquel Sandiego lleno de algodonales y políticos recalcitrantes. La mujer continuó perfumando su sabroso relato mientras atizaba los carbones. Hablaba entre gritos y risa, saludando a todo el que pasaba por la calle. Se detuvo en un cuento muy famoso que hoy cobra vida en esta Colombia política, que se ha convertido en un anafre, con muchos personajes volteándose cuál arepa en el calor de un acuerdo nacional. Es que, en el relato de aquella mujer, había cuentos y relatos, que explican la magia de lavar pecados y delitos, con el agua bendita de los milagros políticos. En su pintoresca verborragia, la mujer fue ubicando los sucesos en la época del virreinato absoluto del partido liberal y conservador. En esos tiempos, el color político venía escrito en el genoma de cada hijo y en toda su descendencia.
El cuento que cocinó la vendedora de arepas ya es historia en la historia de Francisca Zuleta…»la vieja Paca».
Por ese motivo, hoy soy el intérprete y traductor de aquella historia, porque en toda su genealogía, ocupo el honroso lugar del bisnieto orgulloso. El humor de nuestra matrona nacida en Codazzi, pero criada en San Diego, era inteligente, ácido y a veces insultante. Decía muchas cosas con la ironía del observador analítico, en donde se burlaba hasta de ella misma. Ese fue el estilo que hizo escuela en el humor Sandiegano.
Decía la mujer mientras amasaba el maíz, que la señora «Paca», era una mujer muy trabajadora y amante de la política.
Que desde muy joven fue la propietaria de una tienda de víveres y abarrotes, que estaba ubicada en la plaza principal del pueblo, en donde se hizo vecina y colindante con las oficinas de la alcaldía y la iglesia. Esas coordenadas hacían del lugar, un punto de encuentro estratégico, porque allí se concentraba toda la autoridad terrenal y espiritual del pueblo. En esa tienda nació el «compartir» político. Ese era un espacio muy macondiano. Allí, en ese barrio, murió el primer perro linchado por calumnia. Porque el animalito, criado en el seno de una familia con dudosa reputación, le arrebató un kilo de carne a uno de los parroquianos que caminaba por la plaza, éste, herido en el honor de su estómago, le dijo: «Ya me las vai a pagá, ahora te calumnio». Y desgañitándose, gritó mil quinientas veces: “Éste perro tiene mal de rabia…este perro tiene mal de rabia”. Entonces sin juicios terrenales y con términos vencidos, el barrio salió alterado, y en gavilla linchó con garrote y alevosía al hambriento perro. Luego una voz a lo lejos, en el canto triste de una ironía, trinó: «ay ombe, pobre perro, y era de buena familia».
En el hilo conductor para el mismo cuento, el episodio del perro contagió la tarde con acontecimientos similares, porque a los pocos minutos se escuchó el tropel de una muchedumbre, que en el centro de la plaza se arremolinaba alrededor de un hombre; era un cuatrero al que traían amarrado, y golpeándolo le gritaban: “ladrón, ratero hp, te robaste 20 vacas en la finca de los Murgas». El cura dejó tiradas sus oraciones con «to’ y hostias», para asomarse en el ventanal de la iglesia y gritando sin rezar, dijo en su condena: «Pónganlo preso, es un pecador malnacido «. La vieja «Paca» también se asomó vocingueando: “ ¡Que lo guinden y le den una buena limpia, hay que acabar con los rateros de este pueblo!»
Un vecino que conocía los amores de la vieja Paca con el partido conservador le dijo al oído: “señora Franca, el tipo es godo”. Al instante, ella exclamó: “hay ombe pobrecito, suéltenlo, que alguna necesidad debió haber tenido el pobre muchacho, se le ve que es buena gente y hasta de buena familia, ay ombe, qué vaina ¿no?»
Ese recuerdo se me confundió en la garganta con un extraño nudo de arepa, risa, melancolía y una lagrimita en mis ojos. Pero en el irónico lenguaje de la vendedora de arepas, comprendí el valor de la diplomacia y el significado del doble discurso, cuando es aplicado en tiempos de política; en donde lo que es políticamente correcto, no siempre sabe a lo que es moralmente aceptado.
Bueno, las arepas y el peto caliente, me acompañaron a pasar el delicioso sabor de la nostalgia, que siempre alimenta a mi alma, cuando voy a San Diego de las Flores, la tierra de mí abuela Magdalena, de mis tíos Joaquín Martínez, de Hugues, de José Jorge, Rafael, Elena, Lilia y Marcelina Calderón.
También, hoy todos son orgullosamente miembros de ese curubito familiar, que vive en las raíces de un pedigrí famoso, con la chispa displantosa e irreverente, que hizo de la tradición oral provinciana, uno de los ingredientes más sabrosos de nuestro país vallenato.
Con este antojo, llega también el homenaje a la memoria del exponente más fino de ese humor criollo, como lo fue, Andrés Becerra Morón.
Un abrazo con todo mi cariño, para el pueblo Sandiegano.
Colofón vallenato:
Pingarria: sinónimo de aburrimiento, hambre y pereza.
Pinducho: con la barriga llena, distensión abdominal.
Voltearepismo: Cambiar las características o condiciones de un asunto, de tal forma que dicho cambio favorezca a algo o a alguien.
Displantoso: personaje creador de situaciones con humor, ironía y sátira, es el símil de un influencer criollo.
Vocinguear: gritar.