Un encuentro con Petra Arias y Armando Moscote.
Por: Augusto Aponte Sierra
La rutina en mi andar por el ‘barrio de siempre’, desembarcó en un suceso que encontré entre la fantasía y la realidad, por allá en una sensación que hoy es aventura, y el lugar más útil para pintar el escenario de mis letras. Esa oportunidad me la dio un Déjà vu.
No existe otra manera, razón o herramienta para poder escribir, leer y comprender, lo que les voy a contar. Es que las voces de la fantasía con la magia que se respira en cada calle y recoveco del mundo cañahuatero, es el lenguaje más propicio para describir al sabroso y sentido suceso que encontré en mis recuerdos. La escena en su instante me ubicó en la esquina de la vieja casona de Petra Arias, en pleno corazón cañahuatero.
Petra Arias fue la mamá de la cerveza fría vallenata, y la esquina en donde, a escondidas, degusté los primeros aguardientes de mis años mozos.
Esa casa fue el templo del criollismo valduparense y el lugar obligado para la presentación en sociedad, de las nuevas figuras del canto vallenato. Corrían los tiempos del reinado de Oñate, Los Zuleta y Alfredo Gutiérrez.
Allí en su patio conocí al protagonista de mi relato: Armando G. Moscote. La voz que «en vivo y al aire libre» matizaba el canto alcanzando las tonalidades más altas y afinadas, que el vallenato tradicional, jamás volvió a escuchar.
Las primeras líneas de mi relato se escribieron en aquella esquina cuando los recuerdos se desgajaron para dejarme suspendido en el tiempo y atrapado en el vaso de cerveza, que, con un plato de sopa, degusté con el pasado, allá en la calle que más vecinos ha tenido mi juvenil bohemia.
En ese momento el tapaboca que salvaguardaba la bioseguridad en mi voz se inundó con el sabor a sopa perfumada por el cilantro, el cebollín, la malanga, el guineo verde y la incomparable yuca Badillera.
Mis ojos y mi boca se aguaron con el humo que salía de la olla abrazada por tres tacanes quemados con leña, y que en sociedad mostraron la inmensidad de aquel imaginario sancocho. En el mismo patio de mis visiones, estaba el viejo árbol de Matarratón que miraba a la olla en silencio y con sus escasas hojas, también babeaba antojado.
Yo sentí mis pies bailando en seco, cuando la confusa realidad me empujaba sin temor al interior de la vieja casa. Ciego en el presente, mirando al ayer, entré a la caliente y bullicioso ambiente.
Allí, Hugo el hijo mayor de Petra Arias, me saludó y me dijo: “ajá pelaíto y quien te dio permiso para entrar… ¡muéstrame la cedula!” luego me dio un cocotazo y se echó a reír en su acostumbrada mamadera de gallo.
Lito, el hermano menor de Hugo y el pechiche de Petra, con la sonrisa en sus ojos me invitó a seguir al patio. Allí en una esquina, sentado, estaba la mole de Armando Moscote. En el equipo de sonido se escuchaba una canción llamada «El Hachero” de Nicolás Maestre, otro inquilino del cañahuate. Para mis oídos era totalmente inédita y para el público también, cuando decía:
“Alla en la montaña, lejos de mi pueblo…
donde el sol se oculta y se despierta más temprano / vive un campesino Rafael Barrera / que con hacha en mano recibe al sol todas las mañanas” …
Esa noche Armando cantó, y esa noche conocí a una voz única, que, en vivo, soltaba un timbre muy potente, con melodías sin artificios, que dejaba sin oficio a más de una amplificación. Esa fue la voz que se atrevió a cantar sin micrófonos en cualquier plaza sin acústica, acompañado de bandas y tamboras. En su canto dejaba escuchar un natural y reverberante vibrato para que, en un eco sin retorno, acoquinar a cualquier charro con rancheras. La intensidad de sus tonos también lucían suaves y románticos en la ternura de cualquier guitarra pueblerina.
Esa misma noche, Moscote ejecutó la dulzaina para cantar… «Si quieres partir» del juglar Luis Enrique Martínez. Armando sonaba el diminuto instrumento con la misma potencia de un ciclón y la agilidad de un trompetista.
Esa noche también comió. Era voraz cantando y comiendo.
Retomando el hilo en mi relato, no pasaron 3 minutos y un suspiro, cuando sentí la realidad de una voz que me hablaba para decirme: “buenas tardes, señor, en que puedo servirle”. Entonces volví a la arquitectura de un viernes en el mes de octubre, cuando la pandemia jugaba con mi cordura.
Si, porque era la misma casa de Petra Arias, pero en su sala y patio, funcionaba un negocio de comidas rápidas, fritos, carne asada y por supuesto sopa.
Así entendí la fusión de olores, nostalgia y música, que unidos a la voz que desde una melodía cantando en la terraza vecina, me llevó al pasado montañoso del «Hachero» Rafael Barrera en ese mítico escenario del criollismo valduparense como fue el Barrio Petra Arias.
Pedí excusas por mi alucinante y sentida confusión y volví a las pandémicas soledades de esa noche vallenata. Sin dudarlo busqué compañía en la voz de mi inolvidable amigo Armando Moscote.
Así, esa noche parrandeamos, comimos, bebimos, cantamos y también lloramos, recordando a nuestro compañerito de parrandas, el «Gavilán Dorado” -Nelson Escalona Hernández, a Norberto Romero, a Poncho López, el “rey de los bajos” y a Rafael Salas, cuando puso el acordeón en la canción que más éxito le dio después del Hachero, llamada “El sentido de mi vida”. En ella, Octavio Daza, con la filosofía de sus letras, me enseñó a seguir caminando, a pesar de los retos que el mundo nos muestra con su montaña de sufrimientos, cuando dice:
“No se puede medir la altura de una montaña / Por los sufrimientos que nos ocasionen, tratar de escalar su cima”.
Así Moscote ganó tres veces el concurso de canción inédita en el festival vallenato con: “El hachero” de Nicolás Maestre, “Soy vallenato” de Alonso Fernández Oñate y “Rio Badillo” de Octavio Daza.
Pero no alcanzo a subir la montaña del éxito comercial porque murió en Valledupar víctima de una pancreatitis, cuando transitaba por sus primeros años en 1982.
Hoy, en una alternancia que anuncia la salida de un encierro pandémico, la magia de muchas añoranzas me entregó en un Déjà vu, la oportunidad de saldar una noble deuda que tenían mis letras con la memoria de ese gran amigo: Armando G Moscote y con Petra Arias, esa matrona de la vallenatía cañahuatera, porque ellos siempre estarán en los caminos de mi nostalgia… ¡Que vaina!
PD:
Déjà vu:- «término usado para describir al fenómeno de tener la sensación de que un evento que experimentamos en la actualidad, ya lo vivimos en el pasado».