29 de noviembre
Opinión

Saboreando el ayer de mi Valle

Por: Augusto Aponte Sierra

Nunca se ha podido superar al más grande comedero ‘a cielo abierto’ que ha tenido Valledupar. Y fue grande en su extensión, porque era toda una calle.

Ese emparapetado restaurante coloquialmente llamado Copetran, fue famoso por el alto número de ventas y por su existencia en el tiempo, tanto, que su legado aún sigue vivo en la zona más céntrica de la capital vallenata.

En su misión tuvo mucha competencia, las más importantes fueron «La avenida del 1 de mayo», La Pampa llanera», «La viña» como asadero de pollos, y en fritangas, «El hueco», allá en el mítico barrio Cañahuate.

Ese patio de comidas fue bautizado sin curas y sin padrinos por todos los vallenatos de esa época, como también fueron bautizados para siempre: “La esquina de Hipinto», «La wimpy», «La calle del Ley», “La esquina del salivón» y muchas calles con sus añejos callejones, que, con la fuerza de la historia, hoy son un hecho reconocido en la nomenclatura de esta ciudad, o de este pueblo crecido, que olvida su legado, pero que vive la misma escena de un folclor, que es su pasado.

En ese lugar, por aquellos años, se movía el negocio más productivo de la economía gastronómica del pueblo valduparense. Su nombre comercial aún existe, pero hoy es historia en las viejas calles de 5 esquinas y de todo ese mundo Bolichero de aquella ‘zona rosa’ vallenata, la misma que siempre fue rodeada por la inseguridad y el perrateo. Porque en esos tiempos entre los años 60 y más en el ‘Boliche’, el único temor por la inseguridad reinante estaba en la de ser contagiado por ‘una enfermedad laboral’, en los brazos del oficio más antiguo de la humanidad y, por ahí, una que otra puñalada.

En aquellas madrugadas, de los años 70, a los hambrientos y alicorados visitantes, se les hacía una ‘transfusión de vitalidad’ en cada sopa de mondongo y en cada pollo asado, que a muy tempranas horas del día, se les antojaba comer. Además, porque sus ‘mesas restaurantes’ eran el único comedero que atendía las 24 horas del día, de lunes a lunes, en el viejo Valledupar.

En sus famosos y obligantes platos, existía una sola y misteriosa receta, justificando el penetrante y delicioso aroma, que acompañaba a su pesado sabor. Esa receta consistía en dos ingredientes: el hambre que se traía y el toque mágico del ‘recalentao’ con el muy disciplinado y consabido sazonamiento colectivo de comino y ajo molido. Esa alquimia le daba ‘el toque mágico’ a los pollos y a las gigantescas ollas de mondongo, que borboteaban las 24 horas del día.

En esas ollas a las que se les llama ‘indio’, y la razón no la conozco, eran realimentadas cada hora, con finas hierbas de todas las huertas que llegaban del ‘mercado viejo’, su vecino histórico. Allí en esa eterna sopa, hervía el cilantro, el cebollín, el ajo, la cebolla morada, la yuca en trocitos, poca sal, terraplenes de comino y un cerro de pimienta en grano. En toda la inmensidad del espeso caldo, sobrenadaba en sus deliciosos vapores, una achiclada y pegajosa chocozuela deshuesada, que siempre presentía que sería la primera presa, que un tembloroso borracho pescaría con una desmangada cuchara de Totumo.

Los Santandereanos que oficiaban de Chefs, rociaban todos los días con el mismo caldo de ajo y comino a los manjares más preciados, su milimétrica y ancestral carta de platos, ésta permanecía escrita con letras imborrables en una sucia lámina de zinc, al lado de los precios de cada manjar que se ofrecían como «el plato especial de la casa». Su carne asada era un verdadero ‘No me olvides’, porque el aroma del ajo que exhalaban sus entrañas se perpetuaba en los pulmones de los clientes, durante los 365 días del año post-ingesta.

En esos buses de Copetran viajaron millares de ilusiones estudiantiles, por más de una década en aquella fiebre universitaria Barranquillera. Hasta mis ilusiones y yo, viajamos en aquellos calientes buses que marcaron un ciclo en el pasado académico vallenato. En ese restaurante, el humo de la carne asada sonsacaba a cualesquier lágrimas a salir disparadas con la única sensibilidad del calor picante, que emanaban de las siempre encendidas brasas en aquellos asadores de ladrillo y las engrasadas parrillas de hierro.

En su infaltable y reseca carne asada, la delgadez de su lomo ancho, lograba ser magra por la edad de sus fibras, más que por el pedigrí de sus vacas. El pellejo que bordeaba su corte se ocultaba en el charco de un adobo avinagrado que chorreaba de un cebollín triturado. El canto de las tripas y los bostezos de los borrachos doblados en las bancas de madera, anunciaban que los días de un enguayabado irresponsable, siempre estarían perdidos en el desastre de una noche parrandera.

Aquellos amaneceres, aún viajan en mis recuerdos y en todas las resacas de la sabrosas e inolvidables parrandas vacacionales, que siempre terminaban en la paz de un plato de mondongo, y en una carne asada bien acompañada de una ensalada de camionero, que parecía un jardín con cebolla, tomate y repollo, que siempre estaba enchumbada con el baño de un jugo avinagrado de limón, de esos que se usan para dar pésame, por su efectividad para sacar un requiebro sin sentimiento de culpa.

Pero ese restaurante también era visitado por los estudiantes que descendían de los buses que llegaban a sus parqueaderos aterrizando de madrugada, cuando todavía se podía viajar tranquilo, en las rutas que unen a Valledupar con Barranquilla y santa Marta.
Esto siempre ocurría al finalizar cada semestre universitario, en donde toda la alegría vacacional, llegaba rodando a los hogares vallenatos y guajiros, en la incomodidad de aquellos viejos buses de Copetran.

Hoy me retrato en un taburete, sentado en la puerta de la casa cañahuatera de los Meza Daza, diciendo: » EEY… Muchachos… ¿se acuerdan de aquella noche en Copetran? Ese era mucho mondongo pa´ sabé a mondongo, y el pollo lloraba del reumatismo, y esa carne dura y sueluda, la guardé pa’ vendérsela al ‘Cachita David’, el de la zapatería Quiceda, para ver si me hace unas chancletas».

Y luego entre risas y mejoñes despertamos a toda la vecindad; esa jungla de amigos, que hoy duerme escondido entre las sábanas de aquellos inolvidables recuerdos juveniles, y de aquél Valledupar de mis amores.
¡Que vaina, ombe…! Nos pusimos viejos, y ni cuenta nos dimos.

feliz fin de semana.

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