Los derechos del hombre y del ciudadano y la Constitución Francesa de 1791
Por: Rafael Porto C.
La Asamblea Nacional Constituyente expidió el 26 de agosto de 1789 la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, documento que contiene la influencia de la Carta Magna de los filósofos de la Ilustración y de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos.
La Declaración se convirtió en paradigma universal de los derechos y libertades individuales, los que son concebidos como derechos naturales, es decir, derechos que nacen con el hombre, de manera que la ley no hace más que reconocerlos pero no establecerlos: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos” (art. 1º); “El fin de toda la sociedad política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre” (art. 2º).
En dicha declaración, se reconocieron como derechos universales: la libertad personal, la propiedad, la seguridad y el derecho de resistencia a la opresión, la libertad de pensamiento y sus manifestaciones, la escritura y la prensa, las reivindicaciones específicas que respondían de manera directa a los intereses de la burguesía. En el artículo 6º se consignó el principio: “La ley es la expresión de la voluntad general”, principio inspirado en Jean-Jacques Rousseau que habría de generar consecuencias trascendentales para el constitucionalismo francés.
Al establecerse que todos los ciudadanos tienen derecho a participar perso- nalmente o a través de sus representantes en la formación de la ley, lo mismo a aspirar a los cargos públicos sin más requisitos que su capacidad, la Declaración consagró el derecho a la igualdad y desconoció toda legitimidad a la organización que dividía la sociedad en estamentos. Los privilegios de cuna fueron reemplazados por el principio de la ley igual para todos.
El artículo 3º introdujo el principio de que la soberanía reside esencialmente en la Nación y que ninguna corporación o individuo puede ejercer una autoridad que no emane de ella expresamente, lo que significó despojar al rey del poder soberano. Se consagró la separación de poderes al acogerse en el artículo 16 la fórmula de Montesquieu: “Toda sociedad en la cual no esté asegurada la garantía de los derechos ni establecidos la separación de poderes no tiene Constitución”.
La primera Constitución francesa es la del 3 de septiembre de 1791; en ella se incluyó como preámbulo la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. La Constitución parte de la reafirmación de la soberanía de la Nación enunciada en el preámbulo, la que ejerce sus poderes mediante representantes. Se acogió entonces la tesis de Sieyès sobre la democracia representativa y se descartó la democracia directa, planteada por Rousseau.
El derecho al voto se reservó a los ciudadanos activos, aquellos que contribuyeron al Estado con una determinada suma de dinero. Entonces, el sufragio no solo era censitario sino también indirecto ya que los ciudadanos activos escogían a los electores, quienes debían pagar una contribución mayor; estos eran los que votaban para la elección de los diputados. Para ser elegido diputado se requería tener una propiedad y hacer una alta contribución económica. Con el sistema adoptado quedaba por fuera del derecho al voto el 85% de la Nación, lo que le permitió a la burguesía asegurar el control absoluto de las instituciones democráticas. (Núñez Riveros, 1995, p. 329).
De lo anterior, –como lo anota el profesor Álvaro Echeverri Uruburu– se presenta una profunda contradicción entre la Declaración y la Constitución, pues aquella proclama la igualdad de todos los hombres y el derecho de cualquier ciudadano a elegir y ser elegido, mientras la Constitución consagra el principio –aunque implícito– de que existen unos hombres más iguales que otros y así, esta Constitución establece dos clases de ciudadanos: los activos que tienen derechos políticos, siempre y cuando paguen las sumas previstas y los ciudadanos pasivos (artesanos, campesinos, personal doméstico, etc.) que carecían de derechos políticos. Los sectores moderados encabezados por Bernabe, Lafayette, Chapellier –el autor de la ley que prohíbe las asociaciones obreras y los sindicatos–, Bailly y el propio Sieyès, van a propugnar –sin éxito, pero con muertos en el campo de mayo– por la censura de prensa, la abolición de los clubes políticos, la prohibición de manifestaciones para desmovilizar a la comuna revolucionaria de París, todo ello, en contra de los derechos consagrados en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
Es preciso destacar, que en el texto constitucional de 1791 se configuró el Estado liberal de Derecho, al prescribirse que no hay en Francia autoridad superior a la ley, que no mandan los hombres sino las leyes y que los órganos del Estado son tales y pueden exigir obediencia, solo en cuanto sean expresión de la ley. De manera que se instituyó la monarquía constitucional y el rey pasó a ser considerado como delegado de la Nación, sujeto a la soberanía de la ley.
Bajo la influencia de Montesquieu se acogió la separación de poderes, corres- nondiéndole al rey el poder ejecutivo, sin iniciativa legislativa pero con derecho a veto. El predominio político se reservó al poder legislativo a través de un órgano unicameral, la Asamblea Legislativa, la que no podía ser disuelta por el rey a la que se dotó de amplias facultades.
Ahora bien, la primera Constitución francesa tuvo poca vida. La exclusión del derecho al sufragio de millones de franceses, el deterioro de la situación económica y el cerco impuesto por las monarquías absolutas de Europa, condujeron a la radicalización del proceso revolucionario, al frente del cual se colocaron los sectores más combativos de la pequeña burguesía.
Lo que finalmente llevó al derrumbe del régimen constitucional previsto en 1791 fueron los constantes conflictos entre la Asamblea Legislativa y la Corona. En junio de 1791, el rey intentó fugarse del país con su familia pero fue capturado cerca de la frontera con Alemania, en Varennes, hecho que atrajo hacia su real figura el repudio general y la animadversión popular, agravada esta por el rechazo al veto que impuso, un año después, a unas medidas de carácter militar que requieren el gobierno revolucionario para hacer frente a la guerra contra Austria. (Vila, 2018, p. 47).
Entre finales de 1791 y comienzos de 1792 se aprobaron varios decretos persiguiendo y castigando a los opositores que habían abandonado Francia y a los sacerdotes que no se sometían a la Constitución civil del clero, a lo cual el rey respondió mediante el ejercicio del veto. Aunque esta era una facultad prevista de manera expresa en la Constitución y, por ende, no había argumentos jurídicos para oponérsele, desde un punto de vista político recibió el rechazo de la mayoría de la asamblea, algunos de los miembros llegaron a acusar al monarca de haber entrado en contacto con los enemigos internos y externos de la revolución.
El 10 de agosto de 1792 se produjo la insurrección de la Comuna de París. El pueblo se tomó el palacio de Las Tullerías y puso preso al rey, eventos considerados como la expresión de una segunda revolución: la del triunfo de los sectores radicales sobre los moderados que querían mantener la monarquía constitucional. El 21 de septiembre se declaró derogada la Constitución, abolida la monarquía y proclamada la República. La Asamblea Legislativa decidió convocar elecciones para integrar una Convención nacional que se encargara de redactar una nueva Constitución. A pesar de que la propia Constitución preveía un largo y complejo procedimiento para su reforma (si se seguía de manera estricta ningún cambio podría aprobarse antes de 1801), se fundamentó dicha convocatoria en el argumento de que la Nación tenía el “derecho imprescriptible de cambiar su Constitución”. En el mes de enero de 1793 se condenó a muerte a Luis XVI, el cual fue ejecutado en acto público.
Por otra parte, las elecciones para integrar la Convención fueron las primeras en la historia de Francia realizada mediante sufragio universal, con exclusión de las mujeres. Hubo escasa participación y fueron ganadas por una coalición de sectores de la pequeña burguesía: artesanos, trabajadores y campesinos, en la que ocupó papel dominante el grupo de los jacobinos, del que hicieron parte figuras como Danton, Marat, Saint Just y, sobre todo, Robespierre, llamado así mismo “El Incorruptible”. La Convención asumió las riendas del gobierno; a partir de entonces se instauró una dictadura, denominada el Régimen del Terror.
En abril de 1793 se creó el Comité de Salud Pública, presidido inicialmente por Danton, con el objeto de velar por el Estado y de impulsar la guerra, comité que concentró tanto poder, que se convirtió en el verdadero gobierno. Al mismo tiempo, se conformó un tribunal revolucionario con muy amplios poderes y veredicto inapelable para juzgar a los que fueron tratados como enemigos de la Revolución, desde adversarios declarados hasta revolucionarios que no compartían los métodos
jacobinos, con la inclusión de los tibios e indiferentes en política. (Vila, 2018, p. 48).
En suma, expresa Uprimny (2019) que todos estos sucesos demostraron que no existía un consenso mínimo en torno al régimen en ese momento vigente, y apenas se presentó un conflicto de fondo entre la Corona y la asamblea representativa no se encontró mejor opción que proceder a la reforma de la Constitución mediante una especie de golpe de Estado presionado por el pueblo de París.