Redescubriendo a Escalona
Por Andrés Molina
“Solamente me queda el recuerdo de su voz/
como el ave que canta en la selva y no se ve.”
La chispa adecuada
Pareciese que el inevitable paso del tiempo hubiese echado encima de esos recuerdos un pesadísimo manto de polvo y olvido, que los hacían ver en la distancia, más como una quimera inexistente, que como una lejana imagen de un pasado remoto.
Debo confesar que fue Zulma Armenta —la querida y entrañable abuela de mis hijos— quien encendió la chispa que avivó el fuego que despertó esos recuerdos dormidos, fuego que quemó el cuarto de San Alejo que encerraba mis memorias, que hoy volvieron al presente.
La historia es más o menos así: una tarde dominguera, se le dio a Zulma por enseñarle a Vera —mi hija menor— las estrofas de “La Patillalera”, en atención a que su nieta, muy oronda y orgullosa, se la pasaba diciendo que era patillalera, por la felicidad infinita que le produce ir a la casa de recreo que sus abuelos tienen en ese bello pueblo. Parece que la semilla cayó en tierra fértil, porque Verita se aprendió las primeras estrofas de un solo tirón.
Santiago, su hermano, al oírla no quiso quedarse atrás y le pidió a su abuelita que también le enseñara la canción. Y con la curiosidad insaciable de los niños, empezaron a preguntarle a su abuela quién era Juana Arias, y quién el doctor Molina flojo que no quiso ayudarla por estar en su chinchorro, y porqué el patillalero nariz parada se llevó a la muchacha en su camión. Hasta que el interrogatorio fue subiendo de nivel y le preguntaron que era mascarse el cabestro, y mascarse la cabulla. Zulma respondió lo mejor que pudo, pero abrumada por semejante artillería de interrogantes de alto calibre, decidió pasarle la llama que había encendido a sus padres.
Para poder responder tantas preguntas y contarle lo mejor posible la historia real, desempolvé, entonces, “Escalona, El hombre y el mito” que había escrito su otra abuela. Y hojeando en el libro, les leí a estos dos enanos de 5 y 3 años, el prefacio del libro que reza:
“De muchos será alabada su inteligencia y jamás será echado en olvido.
No se borrará su memoria y su nombre vivirá de generación en generación.
Los pueblos cantarán sus cantos y la asamblea pregonará sus alabanzas.
Mientras viva, su nombre será ilustre entre mil…”
Se miraron extrañados como si les estuviera hablando en lengua alienígena. Y hubo un incómodo silencio de cinco segundos, hasta que Santiago lo interrumpió diciendo, “No, papi, cuéntanos la historia de la Casa en el Aire, pero no la de Tuto, la de Escalona”. Les conté, entonces, esa historia y les canté la canción. Y también la del Manantial, la de Jaime Molina, la Custodia de Badillo, la del Hambre del Liceo y ellos ávidos de información, me pedían más y más como si quisieran devorar en un santiamén toda la historia del patillalero más famoso del mundo, don Rafael Calixto Escalona Martínez.
Me pusieron en aprietos cuando me preguntaron —con su inocencia infantil— cómo era posible que existiera un ratero honrado. Imagínense explicarle a un niño semejante oxímoron. Y también cuando, atónitos, preguntaban porque Escalona quería matar al pobrecito Jerre Jerre. O esta belleza: ¿por qué para ser buen pintor había que pintar golondrinas? En fin, con cada historia contada y cada canción aprendida, crecía su curiosidad en forma desbordada.
Cuando ya yo no podía darles más respuesta —por cansancio o por ignorarla—, preguntaban entonces a otros familiares. Como a su tío Edgardo José a quien le preguntó Santiago si Enrique Maya había escrito “La custodia de Badillo”:
Les conté también que su otro abuelo, Hernando, era uno de los mejores amigos de Escalona, porque ambos eran patillaleros de nacimiento y amigos desde niños. Y así poco a poco, para contarle a mis hijos estas historias, fueron retornando los recuerdos. Ya ni me acordaba que había escrito el prólogo de la segunda edición de “El Hombre y el mito”, publicada nuevamente una década después (1998). En ese entonces tenía 23 años, cursaba sexto semestre de derecho, y aunque había publicado un par de artículos en El Pilón, que mi madre me pidiese escribirle el prólogo que reemplazó al de Daniel Samper Pizano (en la primera edición), no sólo era un honor, sino una responsabilidad enorme. De ese escrito extracto lo siguiente:
“Alguna vez escuché a alguien decir, que para que el hecho más simple, trivial y cotidiano del mundo se transformara en historia, solo necesitaba ser narrado por alguien. Aunque Escalona ya era Escalona antes de este libro y sigue siéndolo aún después de él, sería injusto negar que esta obra, cuya primera edición fue un éxito de ventas en el año de 1988, ha sido un gran aporte al escaso mundo de las letras vallenatas —hoy cuando todo el mundo presume saber escribir y opinar al respecto— y que en su momento significó un rescate oportuno de la verdadera esencia de los cantos de Escalona, cuya música había sido objeto de toda clase de abusos, tergiversaciones, mutilaciones y deformaciones melódicas y de sus letras. Y es que a partir de la publicación de este libro, ya no podrían entonces los piratas y testaferros musicales abusar impunemente de la obra musical del Maestro, pues en él no solo quedó consignada la historia de cada una de sus profundas vivencias y del entorno en que se dieron, sino también la letra original y completa de las que entonces eran ochenta y cinco canciones con sus respectivas partituras musicales, recreando así, con su inconfundible estilo provinciano, un paisaje musical único e irrepetible, que supera a leguas la detallada descripción biográfica para convertirse, sin lugar a dudas, en el más vivo y fiel retrato jamás realizado en la literatura colombiana sobre el mundo onírico, mágico y melódico del más grande cronista de la vieja Provincia de Valle de Upar y de Padilla.”
Para rematar, Lina, puso a ver a los niños episodios sueltos de la exitosa telenovela de Caracol que escenificaba las historias, invento éste que terminó de echarle más leña a la ya inmensa hoguera de Escalonamanía y Escalonalatría que había iniciado con la pequeña chispa que encendió su abuela materna. Desde entonces en mi casa, en el carro, o a dondequiera que vamos, escucho a cantar a mis hijos las canciones de Escalona, y hasta se la saben con saludos incluidos como esta versión del primo Jaime Molina que Santiago canta:
Epílogo
Entre historia e historia, canción y canción, hemos experimentado en carne propia cómo la música tiene un poder transformador en nuestras vidas. Después de aprendidas las canciones, Santi y Vera —cada uno por su cuenta— empiezan a agregarle ‘versos’ de su propia cosecha que aunque primarios e incoherentes, ya develan algún poder creativo.
Por supuesto que esta experiencia también les ha despertado su interés por la música y el canto. Ya están en clases de música para niños y aunque es prematuro saber si alguno de ellos cultivará ese arte, me regocija saber que tienen la intención.
Y ahora que empiezan a ser Escalonófilos consumados y “expertos” en Escalona, han empezado a preguntar también por otros autores como Leandro Díaz, Abel Antonio Villa, Calixto Ochoa y muchos más juglares del Olimpo Vallenato.
Con esta experiencia he comprendido lo pendejos que hemos sido en Valledupar y en toda esa gran región que comprende al Cesar, Magdalena y La Guajira, porque es absolutamente inadmisible que en los programas curriculares de Educación Primaria no exista una sola asignatura para educar a los niños sobre los cultores de nuestra música.
Las comparaciones son odiosas pero aleccionadoras. Todo joven alemán que aún no ha terminado el gymnasium (el equivalente al bachillerato) conoce con un mínimo de rigurosidad quiénes fueron y qué importancia tuvieron músicos como Mozart, Bach, Chopin, Schubert, Haydn, Brahms o Beethoven, no porque sus padres se lo enseñaron, sino porque lo aprendieron en la escuela. ¡Y lo aprendieron bien!. En nuestro país no le estamos enseñando a los niños y jóvenes nuestra historia ni nuestra música.
Sin falsas modestias, nuestros juglares —pasados y presentes— son nuestros verdaderos héroes, nuestros superhéroes de carne y hueso cuyo legado debe ser enseñado a las presentes y futuras generaciones.
Que bien que la vida y obra de otro grande de nuestro folclor como Leandro Díaz sea llevada a la pantalla chica, en una adaptación de la breve novela del cesarense Loncho Sánchez. Le auguramos un éxito similar al de Escalona de Caracol.
Sin embargo, la historia de nuestros juglares no puede limitarse a la de servir de libreto de telenovelas que en todos los casos tiene un objetivo principal de entretenimiento y de lucro comercial, que minimiza el objetivo educativo. Se nos están muriendo nuestros juglares y quedan pocos buenos escritores dispuestos a investigar con rigurosidad sus vidas y a escribir sus biografías.
No le neguemos a nuestros hijos y nietos la posibilidad de conocer este encantador mundo folclórico y musical del Vallenato.