«Un Guayabo… enguayabado»
Por: Augusto Aponte Sierra.
En la vida hay sucesos antagónicos que se pueden vivir en un instante.
Como llorar de la risa o tener dos guayabos en uno solo: uno por alcohol y otro por tristeza.
A los que en la jerga de la bohemia vallenata nos dicen «malos bebedores» saben a qué me refiero. Hablo de esa horrible sensación que da la intoxicación alcohólica asociada al dolor de la pérdida de amores y seres queridos.
Este 25 de diciembre, fue el escenario del último «guayabo enguayabado» que registra mi vieja y ya olvidada historia parrandera. El inicio de mi pequeño ‘jolgorio etílico’ comenzó la noche del ‘niño Dios’. Mis hijos después de cenar brindaron varias copas de un conocido whisky escocés, y remataron la noche con unas copitas de un antiguo aguardiente destilado en la capital antioqueña. Yo, «bajo de forma» en la cultura alcohólica, probé el añejo trago y ahí quedó mi parranda, porque me fui a dormir muy temprano. Mientras mis hijos compartían, la música del computador, éste ubicó una interpretación de Gonzalo Arturo Molina «el Cocha», que hizo en una caseta allá en ese Patillal de mi inolvidable amigo Guille Castro Álvarez.
Era una canción en donde ‘el Cocha’ estrenaba fama con Diomedes Diaz, y el cacique disfrutaba el curubito de sus éxitos.
La antigua grabación, es una de esas que a mí me gustan para alimentar la bohemia perdida en esos tiempos cuando con Pachín Escalona, Monche Castilla, mi hermano Toño Aponte, Jorge Meza Daza, y yo. Alcoholizábamos todas las madrugadas que se nos atravesaban en esas ganas inmensas de beber amistad, a pico de botella.
Bebíamos en cada esquina de nuestras emociones y en cada parranda de aquellas vacaciones, cuando los veranos eran solo brisas y luna llena, sin pesares ni tristezas.
Valledupar era un corredor de ‘runrunes’ con el bochinche atrincherado en las tertulias ‘tabureteras’, esas que calientan todas las sombras de los ‘palos’ de mango, al son y aroma de un café ‘gorreado’, en donde solo se corría el riesgo de perder el botín de las discusiones, que se daban entre godos y liberales, o entre los fanáticos de Jorge Oñate y Los hermanos Zuleta: Poncho y Emilianito.
Mis trasnochos en esos tiempos estaban en los amaneceres de todos los veranos en los que, al comienzo de cada año,
Valledupar veía la década de los 80.
Eran los tiempos de serenatas y del «patinar los carros», con la complicidad y el ‘enchoyamiento’ que daban los amores escondidos. Era la época de los romances con papelitos y cartas emperfumadas, secreticos con manitos agarradas debajo de las mesas, y de los matrimonios obligados por la preñez de los sentimientos clandestinos.
La canción que interpretaba el Cocha Molina era ‘amorcito consentido’ del maestro Calixto Ochoa. La emoción del recuerdo me llevó como siempre que aparecen las alegrías, a la fantasía de imaginar sensaciones ya vividas, que se salen de lo normal.
La hora de esa madrugada no me importó, pero su Aurora sí, porque sentí que el acordeón de Molina me hablaba en cada nota, lo hacía iluminado por las primeras luces del sol que, sin quemar, amanecía en el cerro de las Cabras.
Yo escuché su voz que me preguntaba por ‘Polole’ uno de los primeros cajeros que tuvo el ‘Cochita’ en las parrandas de Lida Castilla y por la tímida guaraca de Pachín.
En sus pitos que arrancaban con furia y al final de la nota caían mansos y en un murmullo decían lo mismo que cantaba el “Cacique”, como si los dos – voz y acordeón- cantaran en un solo coro. También me preguntaba por los versos de ‘Guille’ que con su rima atravesada trastabillaba en su lengua ‘mocha’. El sueño me venció, pero la reconcoma por escuchar con lucidez al acordeón del Cocha, me despertó acelerado y algo más me volvió a decir, y era la sensación del aroma del aguardiente, esa fuente natural de mis tormentosos guayabos y que hoy también enguayabaron a mi memoria. Fue la presencia en mi resuello, del ‘Guaro’ que remasterizó todas mis recordaciones.
Entonces busqué la grabación, y sí… efectivamente, las notas que gritaba ese acordeón 5 letras eran una joya de antología y entendí su mensaje. Era una invitación a no dejar en el olvido a mis gustos musicales, por ese vallenato de ayer, cantado y ejecutado con sabor a sancocho de patio. La invitación era a beber a pico de botella con mis amigos y familiares, todos los momentos vividos en aquellos diciembres de madrugadas frías y fiestas en las terrazas.
Bueno, en el verso en donde el «negro Cali» jura en su canto:
-«ayy amorcito consentido…
vida mía me mata el guayabo». Aquí está el corazón de mensaje hoy… en el guayabo.
Si, en ese guayabo que trae la resaca sentimental más fuerte que un ser humano puede sentir. Ése mismo que:
«en mi pecho se ha concentrado…
Y al que por nada yo así lo olvido»…
Porque en estas navidades pasadas, estuve bebiéndome integro, el guayabo del primer diciembre vallenato, sin Josefa Catalina…mi mamá, y el de aquellos amigos que ya no están.
Que tristeza tan triste y que guayabo tan enguayabado… el que se siente en este pedazo de soledad pandémica. Porque son dos guayabos… en una sola tristeza.
Un abrazo para todos los ‘enguayabaos’ con el licor de la melancolía.
Feliz semana.