‘El militar pagó, me abusó, y ni siquiera sabe que tuvimos una hijita’
No es Hora de Callar documentó 23 casos de niñas embarazadas tras abuso de militares en Guaviare.
Los pájaros que empezaron a atravesar el cielo, de un día para otro, le robaban la tranquilidad a Leticia. Se preguntaba qué tenía en las entrañas ese aparato que era capaz de alzar vuelo. Soñaba con él y quería verlo de cerca, pero una madrugada observó cómo escupía fuego por uno de sus costados y le preguntó a su mamá si ese pájaro era capaz de hacer eso solo. “Adentro hay hombres, pero son diferentes, porque son de ciudad y tienen el corazón quebrado”.
Leticia, quien hoy tiene 29 años, se ríe y, aún con algo del acento de su dialecto nukak, asegura que no solo los hombres de ciudad tienen el corazón quebrado: “Les basta ser conscientes de que el sexo existe, para que solo quieran eso”. Sabe por qué lo dice, ya que su propia historia es el mejor argumento. Fue madre al cumplir 13 años.
El relato de Leticia y el de otras 22 jóvenes y niñas hacen parte de uno de los trabajos de investigación que la campaña No Es Hora De Callar ha construido en Colombia sobre violencia sexual. Estas mujeres pertenecen a las comunidades Nukak Makú y Guajibos, en el departamento del Guaviare.
Sus abuelos y padres quedaron atrapados en medio de la colonización, la bonanza cocalera, la llegada de las Farc, la incursión de los paramilitares y la ofensiva del Ejército. La guerra los fue cercando y al final los sacó de sus tierras ancestrales y los obligó a comer, vestirse, hablar y adoptar las costumbres de los humanos que estaban al otro lado de su mundo.
Y con el desplazamiento llegó también la vulneración de sus derechos. De eso es consciente, solo hasta hoy, la sonriente Leticia. Días después de soñarse con ese pájaro gigante de metal, el traqueteo de los fusiles la hizo salir corriendo junto a los suyos. Eran 17 entre papá, mamá, abuelo, hermanos y tíos. Llegaron ya de noche a San José del Guaviare y durmieron en la calle, en la acera contigua al aeropuerto Jorge Enrique González.
Y en la madrugada, así como había pasado en la selva, el pájaro gigante voló sobre ellos. Leticia lo vio tan de cerca que no podía creerlo; estaba embelesada con el ruido y quedó sin respiración cuando vio cómo salían hombres de él. Su mamá no le había mentido. Eran muy diferentes a los que veían cerca de su resguardo, a pesar de que su ropa se parecía un poco. “Si algún día se los encuentra, no vaya a hablar con ellos. Hay que evitarlos”, le advirtió su mamá.
Eso fue lo que se quedó grabado en la cabeza de Leticia y, por eso, aún 16 años después, no entiende por qué quien le hizo la advertencia con vehemencia la cambió por 10.000 pesos con uno de ellos.
El abuso disfrazado
Vicente Estrada, el nombre que asumió al llegar al “mundo de los blancos”, decidió pelearse con la vida y con su tierra. Salió de las entrañas de la selva del Guaviare, con la segunda oleada de nukaks makú que hizo contacto con unos pobladores desconocidos, en la cabecera municipal de Calamar, en 1992. Iba con Estrella, su compañera, y sus hijos Río, Lucero, Luna y Verde. Esos son los nombres que prefiere guardar para él, porque los verdaderos se los robaron, así como se robaron a todas las mujeres de su entorno familiar.
A su hija mayor la violó un colono; a la siguiente la mataron los paramilitares por negarse a cocinarles. Antes, la violaron entre dos de ellos. La antepenúltima fue reclutada por las Farc y nunca más supo de ella. Y Verde, la menor, fue abusada por un soldado cerca de la base militar de entrenamiento del Barrancón.
No siendo suficiente este dolor, un año después “se ennovió” con otro soldado del batallón Joaquín París, que la dejó embarazada. Verde supo de él hasta los seis meses de gestación, porque lo trasladaron y desapareció. Un suboficial que era su superior le ayudó con algunos pañales, ropa y tres tarros de leche, pero también lo trasladaron. Verde tenía apenas 13 años.
No fue distinta la situación de Lucía. Las operaciones militares contra las Farc arreciaron en el 2007, y San José se llenó de uniformados. Algunas niñas y adolescentes eran obligadas por sus padres o familiares a pararse en la puerta del aeropuerto, en el parque central de la población o en la zona de restaurantes. Extendían la mano pidiendo comida o algo de dinero, y en muchos casos, sexo a cambio de un billete.
Los soldados, conscientes de que estaban ‘negociando’ con menores de edad, transaban por 5.000, 10.000 o 20.000 pesos máximo.
Tan responsables de esta explotación sexual son los padres de las niñas como los militares.
Los 23 casos que documentó No Es Hora De Callar, entre 2008 y 2017, tienen muchas cosas en común, pero un punto en particular que debe llamar la reflexión sobre cómo se naturaliza el abuso sexual: todas fueron niñas madres de 12 y 13 años. Algunas, con un embarazo en su primera relación sexual, porque lo que ofrecieron los padres fue su virginidad. En la búsqueda de estos hombres, solo se pudo ubicar a tres de ellos. Su justificación es la misma: ellas eran las que se ofrecían.
“Hoy sé que no fue solo una relación. Fui violada. Era una indígena virgen y mi familia tenía hambre. Yo era la única mercancía que se podía negociar, pero el militar también sabía que eso estaba mal y, sin embargo, pagó y me abusó. Ni siquiera sabe que tuvimos una hijita”.
«Yo era la única mercancía que se podía negociar, pero el militar también sabía que eso estaba mal y, sin embargo, pagó y me abusó. Ni siquiera sabe que tuvimos una hijita»
Estas palabras son lo único que desdibujan la sonrisa de Leticia. Sin embargo, el valor es la columna vertebral de su vida, porque paradójicamente la “carga” de un hijo la llevó a salir adelante sola.
Ellas, estas 23 mujeres, son el reclamo urgente de un cambio. Los protocolos, las herramientas y las leyes están escritas. Hay que, de una vez por todas, aplicarlas.
Obligación de prevenir y responder a toda agresión sexual
Desde el 2012, la Fuerza Pública tiene un protocolo para prevenir y responder a casos de violencia sexual, especialmente aquellos cometidos en el marco del conflicto armado.
El documento, que fue sancionado por el entonces ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, está dirigido a todos los integrantes de Ejército, Armada, Fuerza Aérea y Policía Nacional.
En virtud de este protocolo, todo el personal debe ser capacitado sobre el documento mismo, así como en materia de derechos humanos bajo un enfoque de género.
Además, especifica qué deben hacer todos los niveles de mando cuando un integrante de la Fuerza Pública comete una agresión sexual; cómo recibir la denuncia, a quién dirigirla cuando se tenga conocimiento de un hecho de violencia y qué obligaciones se derivan de ello. De no cumplirse, pueden tener lugar responsabilidades disciplinarias y penales, tanto por acción como por omisión. eltiempo.com @JbedoyaLima