Valencia, una tradición que se niega a morir
Hoy, el pueblo abrió su corazón desde temprano, para que penetre en sus aurículas de la humildad y el servicio, toda esa gente que llega cargada de fe y esperanza al reencuentro espiritual con el Nazareno. Es Valencia de Jesús, cuyo ambiente se impregna de incienso y las velas aumentan la temperatura de la cordialidad, porque una oración silenciosa está pidiendo por el bienestar de esta sociedad enferma de fanatismo político, que amenaza con romper lazos familiares y de amigos que se enfrascan en la defensa de las castas que han castrado el progreso de los que incautos, replican discursos de los falsos mesías que se roban su plata y sus ilusiones.
El Jueves Santo, el perímetro del pueblo estuvo preñado de vehículos de alta gama, en cuyas calles de ayer solo roncaba el motor del Ford de José Silvestre, o el Dodge de Vicente Ochoa, o tal vez el ‘corombo’ de Arturo Gómez. La estructura de las casas es diferente, ya no hay techos de palma amarga como los de Adela Rodríguez, Joaquina Triana, Francisca Rincones, o María Fuentes.
Las calles están adoquinadas, ya la arena que apartaban las hermanas del Nazareno al cordón de penitentes, que duraba 6 horas para guardarse el último de la manda, no existe, ahora el cemento recalcitrante, ampolla en la primera estación los descalzaos pies de los hermanos que, aceleran el paso y en dos horas acaban un recorrido que antes duraba 6 horas, lo que encabezaba de espaldas atado a un palo en sus brazos extendidos, Alberico Rosado con su túnica morada, seguido de Manuelito Rosado, Carmelo Quiroz, y Santiago Martínez que azotaba su espalda.
La nostalgia trae a mi mente las esclavas que con tinaja y rodilla en sus cabezas, daban de beber un agua sin cloro de nuestra acequia que hoy se robaron los finqueros particulares, ahí estaban Rita Marriaga, Diana Pinto y Helena Arias, quien de rodillas pagaba sus ofrecimientos.
El eco me presta los sonidos de la caja de Fulgencio Martínez y Alejandro Rosado, el cacho que sonaba Jicho Fernández, el hijo del inolvidable ‘Papayo’ para que el cordón se reuniera en casa de la vieja Macha y de ahí en un orden estricto llegaban a la iglesia para darle la salida al ‘Cabellón’.
Un comandante de guardia Romana no ha vuelto a salir con la elegancia de Juan Félix Sarmiento, coqueto y ritual, toda una autoridad, que dejó alumnos de la talla de José Antonio Marriaga y Sixtico Torres.
Hay fiesta en mi pueblo, un territorio que a pesar de los cambios generacionales se niega a perder esa cultura que impregnaron sus antecesores: nuevos cultos, la tecnología, y los planes turísticos le compiten a nuestra tradición, pero los que tenemos el alma y el ombligo enterrados en esa tierra, allí estaremos diciendo presente Valencia, como una Oda a tu historia y la templanza que te ha hecho fuerte a pesar de que tus tierras fueron arrebatadas y de que te asilaron al reducto de unas pocas calles que no permiten que crezcas, para que tampoco cambien tus costumbres, aunque también es latente la amenaza del bazuco y otras malas crianzas que se asoman pero que poco trascienden.
Con este pequeño escrito quiero homenajear a la Hermandad de Nazarenos, sus directivas y a cada soldado de la túnica y el capirote por la responsabilidad de mantener la mística. Y elevo mis oraciones por los gladiadores del pasado que cimentaron la fe y la tradición: Manuel María, Luis Carlos, Víctor Julio Rosado, Wilson Gonzales, Pedro Antonio, Pacho y Miguel Rosado, Miguel Chinchía, Manuel Jiménez, Macharo y Marceno Rosado, Vicente y Camilo Ochoa, Joaquina Triana, Chave Araméndiz, Chago Martínez, Alberico Rosado, Alejandro Rosado, Félix Ochoa, Juan Bautista Morales, Fabio Fernández, Chelo Melendre, Chu Zapata, Luis Enrique Martínez y tantos otros que se me escapan a la frágil memoria le pido a Dios una eterna paz en sus tumbas.
¡Viva Valencia! Y su Semana Santa.
Por William Rosado R